Hace muchos años - cuenta la tradición - que vivía en esta Calle un
hombre muy rico, cuya casa quedaba precisamente detrás del Convento de
San Bernardo. Este hombre se llamaba Don Juan Manuel y se hallaba casado
con una mujer tan virtuosa como bella. Pero aquel hombre, en medio de
sus riquezas y al lado de una esposa que poseía prendas tan raras, no se
sentía feliz a causa de no haber tenido sucesión.
La tristeza lo consumía, el fastidio lo exasperaba y para hallar algún
consuelo, resolvió consagrarse a las prácticas religiosas, pero tanto,
que no conforme con asistir casi todo el día a las iglesias, intentó
separarse de su esposa y entrar fraile a San Francisco. Con este objeto,
envió por un sobrino que residía en España, para que administrase sus
negocios. Llegó a poco el pariente y pronto también concibió D. Juan
Manuel celos terribles, tan terribles que una noche invocó al diablo y
le prometió entregarle su alma, si le proporcionaba el medio de
descubrir al que creía lo estaba deshonrando. El diablo acudió
solícito, y le ordenó que saliera de su casa a las once de esa misma
noche y matara al primero que encontrase. Así lo hizo D. Juan, y al día
siguiente, cuando creyendo estar vengado, se encontraba satisfecho, el
demonio se le volvió a presentar y le dijo que aquel individuo que había
asesinado era inocente pero que siguiera saliendo todas las noches y
continuara matando hasta que él se le apareciera junto al cadáver del
culpable.
D. Juan obedeció sin replicar. Noche con noche salía de su casa: bajaba
las escaleras, atravesaba el patio, abría el postigo del zaguán, se
recargaba en el muro, y envuelto en su ancha capa, esperaba tranquilo a
la víctima. Entonces no había alumbrado y en medio de la oscuridad y del
silencio de la noche, se oían lejanos pasos, cada vez más perceptibles:
después aparecía el bulto de un transeúnte, a quien, acercándose D.
Juan, le preguntaba:
- Perdone usarcé, ¿qué horas son?
- Las once.
- ¡Dichoso usarcé, que sabe la hora en que muere!
Brillaba el puñal en las tinieblas, se escuchaba un grito sofocado, el
golpe de un cuerpo que caía, y el asesino, mudo, impasible, volvía a
abrir el postigo, atravesando de nuevo el patio de la casa, subía las
escaleras y se recogía en su habitación.
La ciudad amanecía consternada. Todas las mañanas, en dicha calle,
recogía la ronda un cadáver, y nadie podía explicarse el misterio de
aquellos asesinatos tan espantosos como frecuentes.
En uno de tantos días muy temprano, condujo la ronda un cadáver a la
casa de D. Juan Manuel, y éste contempló y reconoció a su sobrino, la
que tanto quería y al que debía la conservación de su fortuna.
D. Juan al verlo, trató de disimular; pero un terrible remordimiento
conmovió todo su ser, y pálido, tembloroso, arrepentido, fue al convento
de San Francisco, entró a la celda de un sabio y santo religioso, y
arrojándose a sus pies, y abrazándose a sus rodillas, le confesó uno a
uno todos sus pecados, todos sus crímenes, engendrados por el espíritu
de Lucifer, a quien había prometido entregar su ánima.
El reverendo lo escuchó con la tranquilidad del juez y con la serenidad
del justo, y luego que hubo concluido D. Juan, le mandó por penitencia
que durante tres noches consecutivas fuera a las once en punto a rezar
un rosario al pie de la horca, en descargo de sus faltas y para poder
absolverlo de sus culpas.
Intentó cumplir D. Juan; pero no había aún recorrido las cuentas todas
de su rosario, la primera noche, cuando percibió una voz sepulcral que
imploraba en tono dolorido:
- ¡Un Padre Nuestro y un Ave María por el alma de D. Juan Manuel!
Quedóse mudo, se repuso enseguida, fue a su casa, y sin cerrar un minuto
los ojos, esperó el alba para ir a comunicar al confesor lo que había
escuchado.
- Vuelva esta misma noche - le dijo el religioso - considere que esto ha
sido dispuesto por el que todo lo sabe para salvar su ánima y
reflexione que el miedo se lo ha inspirado el demonio como un ardid para
apartarlo del buen camino, y haga la señal de la cruz cuando sienta
espanto.
Humilde, sumiso y obediente, D. Juan estuvo a las once en punto en la
horca; pero aún no había comenzado a rezar, cuando vió un cortejo de
fantasmas, que con cirios encendidos conducían su propio cadáver en una
ataúd.
Más muerto que vivo, tembloroso y desencajado, se presentó al otro día en el convento de San Francisco.
- ¡Padre - le dijo - por Dios, por su santa y bendita madre, antes de morirme concédame la absolución!
El religioso se hallaba conmovido, y juzgando que hasta sería falta de
caridad el retardar más el perdón, le absolvió al fin, exigiéndole por
última vez, que esa misma noche fuera a rezar el rosario que le faltaba.
Que fue del penitente, lo dice la leyenda. ¿Que paso allí? Nadie lo
sabe, y sólo agrega la tradición que al amanecer se encontraba colgado
de la horca pública un cadáver erá del muy rico Sr. D. Juan Manuel de
Solórzano, privado que había sido del Marqués de Cadereita.
El pueblo dijo desde entonces que a D. Juan Manuel lo habían colgado los
ángeles, y la tradición lo repite y lo seguirá repitiendo por los
siglos de los siglos. Amén
martes, 30 de abril de 2013
LA MULATA DE CORDOBA
Durante la época del Virreynato, medio siglo después que don Diego
Fernández de Córdoba, Marquez de Guadalcazar decimotercer virrey de la
Nueva España, por real cedula autorizó que fuera fundada allá por el año
de gracia 16 a 18 sobre las fértiles tierras conocidas entonces como
lomas de Huilango, la muy noble y leal villa a la que otorgó entre otros
privilegios la de de llevar por nombre su regio apellido, cuenta que
había en el lugar una hermosísima mujer cuya procedencía nadie conocía.
No se sabe el sitio exacto donde vivía, aunque los viejos relatos aseguran que tuvo su casa en la hacienda de la Trinidad Chica, que en aquellos años fuera propiedad de los marqueses de sierra nevada. Otras consejas cuentan que vivía en una vieja casona que tenía entrada sobre el antigüo callejón Pichocalco, rumbo al arroyo conocido como Río de San Antonio. A través de los años, su recuerdo quedó envuelto en el misterio y en la leyenda. Esta mujer llevó el romántico nombre de la Mulata de Córdoba.
Según datos, era tan hermosa que todos los hombres del lugar estaban prendados de su belleza. Mujer de sangre negra y española, pertenecia por su nacimiento a esa clase social tan despreciada durante la colonia, clase menospreciada y señalada como inferior por la ignorancia y la intransigencia de la época.
Sin embargo, dice la narración que la Mulata de córdoba era orgullosa y altiva, dotada de singular encanto, morena y esbelta, con la gracia que caracteriza a las mujeres africanas que habitaban las regiones del alto Nilo, quizá por el príncipe Yanga y la tribu Yag-Bara. De estirpe ibera, heredada por el linaje español, sus grandes ojos almendrados y llenos de misterio su piel dorada y cálida producto de dos razas que al mezclarse pudieron dar forma a una mujer bella y ajena a otro trato social, recorría a pie las calles de la villa, por cenderos y veredas buscando las cabañas de los esclavos a quienes socorría y curaba, pues era muy entendida en las artes de la medicina.
También curaba a los campesinos que la solicitaban por los rumbos de San Miguel Amatlán, el Zopilote y San José. Continuamente se le veía caminando bajo el ardiente sol del medio día y subiendo y bajando lomas, acompañada por algún enviado de las personas que solicitaban sus servicios, los que generalmente eran humildes campesinos. Pero habían algunas familias de alto rango que secretamente solicitaban sus servicios, para consultar los horóscopos. Y en esta forma con el correr de los días la fama de la bella Mulata se fue extendiendo poco a poco por el pueblo. Bajo un largo pesado chal donde ocultaba el rostro y la figura, no faltó quien adivinara al pasar, los hermosos ojos grandes y llenos de misterio, y la boca sensual y roja.
Pero en vano fue requerida de amores; las puertas de su casa permanecían siempre cerradas para los enamorados galanes y los caballeros mejor nacidos de la Villa de Córdoba que rechazados tenían que aceptar humillados su derrota.
En aquellos años de epidemias y calamidades, cuentan que valiéndose únicamente de las muchas hierbas que conocía, empezó a realizar curaciones que parecían maravillosas, a conjurar tormentas y a predecir eclipses, pronto la superstición se encargó de decir que la hermosa mulata tenía pacto con el diablo, y como la veían vestirse con finos vestidos se dió por aceptada que poseía mágicos poderes. Se contaba también que por las noches, en su casa se escuchaban extraños lamentos y que veían salir llamas de sus cerradas puertas, y cuando algunas personas la espiaban, las atacaba y después perdíase en la obscura noche sin dejar rastro. En varias ocasiones fue vista simultáneamente en distintos rumbos de la Villa, pues poseía también el don de la ubicuidad.
Todos estos consejos llegarón pronto a oídos del Tribunal de la Inquisición, muy severa en aquellos años con los individuos y en Salmitas a quienes castigaban durante con los famosos Autos de Fé, juzgándoseles como brujos o charlatanes. Aunque no se sabe si fue sorprendida practicando la magia, el caso es que los viejos relatos afirman que fue conducida al puerto de Veracruz, donde se le hizo encarcelar en el Castillo de San Juan de Ulúa para ser juzgada como hechicera.
Allí fué encerrada en una de las celdas donde pasaba las horas tras los, pesados barrotes a la vista del carcelero. Un día la hermosa joven quien a base de buenos tratos se había ganado la estimación de su guardián, le rogó amablemente que le consiguiera un pedazo de carbón. Extrañado el guardián por tan raro antojo, pero ansioso de servir a tan bella prisionera, el hombre llevó a la celda lo que aquella mujer pedía.
Dice la leyenda que la Mulata dibujó sobre las sombrías paredes, una ligera nave con blancas velas desplegadas que parecían mecerse sobre las olas. El carcelero, admirado, le preguntó que significaba aquel prodigio. Cuenta que la joven, con una encantadora sonrisa, le comentó que en ese hermoso velero iba a cruzar el mar, y dando un gracioso salto subió a cubierta diciendo adios al asombrado guardián que la vío esfumarse con la nave por una esquina del obscuro calabozo.
Al día siguiente se dieron cuenta los demás guardianes que su compañero se encontraba con las manos sobre los barrotes y que había perdido la razón; dieron parte al jefe del presidio que la jóven Mulata no se encontraba en el interior de la prisión.
Del fondo del recuerdo, a través de la bruma de los siglos, y envuelta en los ropajes de la fantasía, la romántica figura de la Mualta de Córdoba, pasó ante nosotros altiva y misteriosa, dejándose tras de sí un suave perfume de poesía y de leyenda.
No se sabe el sitio exacto donde vivía, aunque los viejos relatos aseguran que tuvo su casa en la hacienda de la Trinidad Chica, que en aquellos años fuera propiedad de los marqueses de sierra nevada. Otras consejas cuentan que vivía en una vieja casona que tenía entrada sobre el antigüo callejón Pichocalco, rumbo al arroyo conocido como Río de San Antonio. A través de los años, su recuerdo quedó envuelto en el misterio y en la leyenda. Esta mujer llevó el romántico nombre de la Mulata de Córdoba.
Según datos, era tan hermosa que todos los hombres del lugar estaban prendados de su belleza. Mujer de sangre negra y española, pertenecia por su nacimiento a esa clase social tan despreciada durante la colonia, clase menospreciada y señalada como inferior por la ignorancia y la intransigencia de la época.
Sin embargo, dice la narración que la Mulata de córdoba era orgullosa y altiva, dotada de singular encanto, morena y esbelta, con la gracia que caracteriza a las mujeres africanas que habitaban las regiones del alto Nilo, quizá por el príncipe Yanga y la tribu Yag-Bara. De estirpe ibera, heredada por el linaje español, sus grandes ojos almendrados y llenos de misterio su piel dorada y cálida producto de dos razas que al mezclarse pudieron dar forma a una mujer bella y ajena a otro trato social, recorría a pie las calles de la villa, por cenderos y veredas buscando las cabañas de los esclavos a quienes socorría y curaba, pues era muy entendida en las artes de la medicina.
También curaba a los campesinos que la solicitaban por los rumbos de San Miguel Amatlán, el Zopilote y San José. Continuamente se le veía caminando bajo el ardiente sol del medio día y subiendo y bajando lomas, acompañada por algún enviado de las personas que solicitaban sus servicios, los que generalmente eran humildes campesinos. Pero habían algunas familias de alto rango que secretamente solicitaban sus servicios, para consultar los horóscopos. Y en esta forma con el correr de los días la fama de la bella Mulata se fue extendiendo poco a poco por el pueblo. Bajo un largo pesado chal donde ocultaba el rostro y la figura, no faltó quien adivinara al pasar, los hermosos ojos grandes y llenos de misterio, y la boca sensual y roja.
Pero en vano fue requerida de amores; las puertas de su casa permanecían siempre cerradas para los enamorados galanes y los caballeros mejor nacidos de la Villa de Córdoba que rechazados tenían que aceptar humillados su derrota.
En aquellos años de epidemias y calamidades, cuentan que valiéndose únicamente de las muchas hierbas que conocía, empezó a realizar curaciones que parecían maravillosas, a conjurar tormentas y a predecir eclipses, pronto la superstición se encargó de decir que la hermosa mulata tenía pacto con el diablo, y como la veían vestirse con finos vestidos se dió por aceptada que poseía mágicos poderes. Se contaba también que por las noches, en su casa se escuchaban extraños lamentos y que veían salir llamas de sus cerradas puertas, y cuando algunas personas la espiaban, las atacaba y después perdíase en la obscura noche sin dejar rastro. En varias ocasiones fue vista simultáneamente en distintos rumbos de la Villa, pues poseía también el don de la ubicuidad.
Todos estos consejos llegarón pronto a oídos del Tribunal de la Inquisición, muy severa en aquellos años con los individuos y en Salmitas a quienes castigaban durante con los famosos Autos de Fé, juzgándoseles como brujos o charlatanes. Aunque no se sabe si fue sorprendida practicando la magia, el caso es que los viejos relatos afirman que fue conducida al puerto de Veracruz, donde se le hizo encarcelar en el Castillo de San Juan de Ulúa para ser juzgada como hechicera.
Allí fué encerrada en una de las celdas donde pasaba las horas tras los, pesados barrotes a la vista del carcelero. Un día la hermosa joven quien a base de buenos tratos se había ganado la estimación de su guardián, le rogó amablemente que le consiguiera un pedazo de carbón. Extrañado el guardián por tan raro antojo, pero ansioso de servir a tan bella prisionera, el hombre llevó a la celda lo que aquella mujer pedía.
Dice la leyenda que la Mulata dibujó sobre las sombrías paredes, una ligera nave con blancas velas desplegadas que parecían mecerse sobre las olas. El carcelero, admirado, le preguntó que significaba aquel prodigio. Cuenta que la joven, con una encantadora sonrisa, le comentó que en ese hermoso velero iba a cruzar el mar, y dando un gracioso salto subió a cubierta diciendo adios al asombrado guardián que la vío esfumarse con la nave por una esquina del obscuro calabozo.
Al día siguiente se dieron cuenta los demás guardianes que su compañero se encontraba con las manos sobre los barrotes y que había perdido la razón; dieron parte al jefe del presidio que la jóven Mulata no se encontraba en el interior de la prisión.
Del fondo del recuerdo, a través de la bruma de los siglos, y envuelta en los ropajes de la fantasía, la romántica figura de la Mualta de Córdoba, pasó ante nosotros altiva y misteriosa, dejándose tras de sí un suave perfume de poesía y de leyenda.
LA LEYENDA DE LA LLORONA
Consumada la conquista y poco más o menos a mediados del siglo XVI, los
vecinos de la ciudad de México se recogían en sus casas con el toque de
queda, avisado por las campanas de la primera Catedral; a media noche y
principalmente cuando había luna, despertaban espantados al oír en la
calle, tristes y prolongadisimos gemidos, lanzados por una mujer a quien
afligía, sin duda, honda pena moral o tremendo dolor físico.
Las primeras noches, los vecinos se resignaban a santiguarse por el temor que les causaban aquellos lúgubres gemidos, que según ellos, petenecían un ánima del otro mundo; pero fueron tantos y tan repetidos y se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados quisieron cerciorarse con sus propios ojos qué era aquello; y primero desde las puertas entornadas, de las ventanas o balcones, y enseguida atreviéndose a salir a las calles, lograron ver a la que, en el silencio de las oscuras noches o en aquellas en que la luz pálida de la luna caía como un manto vaporoso lanzaba agudos y agónicos gemidos.
Vestía la mujer un traje blanco y un espeso velo cubría su rostro. Con lentos y callados pasos recorría muchas calles de la ciudad, cada noche tomaba distintas calles, pero siempre pasaba por la Plaza Mayor (hoy conocida como el Zocalo de la Capital), donde se detenía e hincada de rodillas, daba el último angustioso y languidísimo lamento en dirección al Oriente; después continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo y al llegar a orillas del lago, que en ese tiempo penetraba dentro de algunos barrios, como una sombra se desvanecía entre sus aguas.
"La hora avanzada de la noche, - dice el Dr. José María Marroquí- el silencio y la soledad de las calles y plazas, el traje, el aire, el pausado andar de aquella mujer misteriosa y, sobre todo, lo penetrante, agudo y prolongado de su gemido, que daba siempre cayendo en tierra de rodillas, formaba un conjunto que aterrorizaba a cuantos la veían y oían, y no pocos de los conquistadores valerosos y esforzados, quedaban en presencia de aquella mujer, mudos, pálidos y fríos, como de mármol. Los más animosos apenas se atrevían a seguirla a larga distancia, aprovechando la claridad de la luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer llegando al lago, como si se sumergiera entre las aguas, y no pudiéndose averiguar más de ella, e ignorándose quién era, de dónde venía y a dónde iba, se le dio el nombre de La Llorona."
El Origen de la Llorona
El antecedente mas conocido de la leyenda de la llorona tiene sus raices en la mitologia Azteca. Una versión sostiene que es la diosa azteca Chihuacóatl, protectora de la raza. Cuentan que antes de la conquista española, una figura femenina vestida de blanco comenzó a aparecer regularmente sobre las aguas del lago de Texcoco y a vagar por las colinas aterrorizando a los habitantes del gran Tenochtitlán.
"Ay, mis hijos, ¿dónde los llevaré para que escapen tan funesto destino?", se lamentaba.
Un grupo de sacerdotes decidió consultar viejos augurios. Los antiguos advirtieron que la diosa Chihuacóalt aparecería para anunciar la caída del imperio azteca a manos de hombres procedentes de Oriente. La aparición constituía el sexto presagio del fin de la civilización.
Con la llegada de los españoles al Continente Americano, y una vez consumada la conquista de Tenochtitlan, sede del Imperio Azteca, años mas tarde y después de que murio Doña Marina, mejor conocida como la "Malinche" (joven azteca que se convirtió en amante del conquistador español Hernán Cortés), se decía que esta era la llorona, la que venía a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros para que los sometieran.
Las "Otras" Lloronas
Esta leyenda se extendio a otros lugares del Pais, manifestandose de diversas maneras. En algunos pueblos se decía que la llorona era una joven enamorada que habia muerto en vísperas de la boda y traía al novio la corona de rosas blancas que nunca utilizó.
En otras partes, se creía que era una madre que venía a llorarle a sus hijos huerfanos.
Algunos afirman que es una mujer que ahogó a uno de sus hijos y por la noche lo busca a lo largo de los riachuelos o quebradas, exhalando prolongados lamentos.
Otra descripción de la llorona es la siguiente:
Mujer de figura desagradable, alta y desmelenada, de vestido largo y rostro cadavérico. Con sus largos brazos sostiene a un niño muerto. Pasa la noche llorando, sembrando con sus sollozos lastimeros, el terror en los campos, aldeas, y aún en las ciudades.
Se hace referencia a este personaje acorde con la tradición oral, donde se le define como una madre soltera que decidió no tener a su hijo y por eso aborta, acarreándole esto el castigo de escuchar permanentemente el llanto de su niño. Este castigo la desesperó y la obligó a deambular por el mundo sin encontrar sosiego, llorando, gimiendo e indagando por el paradero de su malogrado hijo
Ésta es la más famosa leyenda de México. Es tan trascendental para los mexicanos, que algunos descendientes de inmigrantes que viven en Estados Unidos y Canadá, aseguran haber visto a la Llorona en la ribera de los ríos.
Las primeras noches, los vecinos se resignaban a santiguarse por el temor que les causaban aquellos lúgubres gemidos, que según ellos, petenecían un ánima del otro mundo; pero fueron tantos y tan repetidos y se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados quisieron cerciorarse con sus propios ojos qué era aquello; y primero desde las puertas entornadas, de las ventanas o balcones, y enseguida atreviéndose a salir a las calles, lograron ver a la que, en el silencio de las oscuras noches o en aquellas en que la luz pálida de la luna caía como un manto vaporoso lanzaba agudos y agónicos gemidos.
Vestía la mujer un traje blanco y un espeso velo cubría su rostro. Con lentos y callados pasos recorría muchas calles de la ciudad, cada noche tomaba distintas calles, pero siempre pasaba por la Plaza Mayor (hoy conocida como el Zocalo de la Capital), donde se detenía e hincada de rodillas, daba el último angustioso y languidísimo lamento en dirección al Oriente; después continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo y al llegar a orillas del lago, que en ese tiempo penetraba dentro de algunos barrios, como una sombra se desvanecía entre sus aguas.
"La hora avanzada de la noche, - dice el Dr. José María Marroquí- el silencio y la soledad de las calles y plazas, el traje, el aire, el pausado andar de aquella mujer misteriosa y, sobre todo, lo penetrante, agudo y prolongado de su gemido, que daba siempre cayendo en tierra de rodillas, formaba un conjunto que aterrorizaba a cuantos la veían y oían, y no pocos de los conquistadores valerosos y esforzados, quedaban en presencia de aquella mujer, mudos, pálidos y fríos, como de mármol. Los más animosos apenas se atrevían a seguirla a larga distancia, aprovechando la claridad de la luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer llegando al lago, como si se sumergiera entre las aguas, y no pudiéndose averiguar más de ella, e ignorándose quién era, de dónde venía y a dónde iba, se le dio el nombre de La Llorona."
El Origen de la Llorona
El antecedente mas conocido de la leyenda de la llorona tiene sus raices en la mitologia Azteca. Una versión sostiene que es la diosa azteca Chihuacóatl, protectora de la raza. Cuentan que antes de la conquista española, una figura femenina vestida de blanco comenzó a aparecer regularmente sobre las aguas del lago de Texcoco y a vagar por las colinas aterrorizando a los habitantes del gran Tenochtitlán.
"Ay, mis hijos, ¿dónde los llevaré para que escapen tan funesto destino?", se lamentaba.
Un grupo de sacerdotes decidió consultar viejos augurios. Los antiguos advirtieron que la diosa Chihuacóalt aparecería para anunciar la caída del imperio azteca a manos de hombres procedentes de Oriente. La aparición constituía el sexto presagio del fin de la civilización.
Con la llegada de los españoles al Continente Americano, y una vez consumada la conquista de Tenochtitlan, sede del Imperio Azteca, años mas tarde y después de que murio Doña Marina, mejor conocida como la "Malinche" (joven azteca que se convirtió en amante del conquistador español Hernán Cortés), se decía que esta era la llorona, la que venía a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros para que los sometieran.
Las "Otras" Lloronas
Esta leyenda se extendio a otros lugares del Pais, manifestandose de diversas maneras. En algunos pueblos se decía que la llorona era una joven enamorada que habia muerto en vísperas de la boda y traía al novio la corona de rosas blancas que nunca utilizó.
En otras partes, se creía que era una madre que venía a llorarle a sus hijos huerfanos.
Algunos afirman que es una mujer que ahogó a uno de sus hijos y por la noche lo busca a lo largo de los riachuelos o quebradas, exhalando prolongados lamentos.
Otra descripción de la llorona es la siguiente:
Mujer de figura desagradable, alta y desmelenada, de vestido largo y rostro cadavérico. Con sus largos brazos sostiene a un niño muerto. Pasa la noche llorando, sembrando con sus sollozos lastimeros, el terror en los campos, aldeas, y aún en las ciudades.
Se hace referencia a este personaje acorde con la tradición oral, donde se le define como una madre soltera que decidió no tener a su hijo y por eso aborta, acarreándole esto el castigo de escuchar permanentemente el llanto de su niño. Este castigo la desesperó y la obligó a deambular por el mundo sin encontrar sosiego, llorando, gimiendo e indagando por el paradero de su malogrado hijo
Ésta es la más famosa leyenda de México. Es tan trascendental para los mexicanos, que algunos descendientes de inmigrantes que viven en Estados Unidos y Canadá, aseguran haber visto a la Llorona en la ribera de los ríos.
EL PUENTE DEL CLERIGO
Allá por el año de 1649 en que ocurre esta verídica historia que los
años trasformaron en macabra leyenda, el sitio en que tuvieron lugar
estos hechos consignados en las antiguas crónicas eran simplemente unos
llanos en los que se levantaban unas cuantas casucas formando parte de
la antigua parcialidad de Santiago Tlatelolco; sin embargo cruzando
apenas la acequia llamada de Texontlali, cuyas aguas zarcas iban a
desembocar a la laguna (junto al mercado de La Lagunilla siglos
después), había unas casas de muy buena factura en una de las cuales y
cruzando el puente que sobre la dicha acequia existía fabricado de
mampostería con un arco de medio punto y alta balaustrada, vivía un
religioso llamado don Juan de Nava, que oficiaba en el templo de Santa
Catarina. Este sacerdote tenía una sobrina a su cuidado, muy linda, muy
de buen ver y en edad en que se sueña con un marido, llamada doña
Margarita Jáuregui.
El tercer personaje de esta increíble, pero verídica historia que aparece a fojas 231 de las memorias de Fray Marcos López y Rueda, que fuera obispo de Yucatán y Virrey provisional de la Nueva España, lo fue un caballero y portugués de muy buena presencia y malas maneras llamado don Duarte de Zarraza.
Por decirse de familia ilustre el galán portugués asistía a los saraos y fiestas virreinales y como doña Margarita Jáuregui, por haber sido hija de afortunado caballero también tenía acceso a los salones palaciegos, cierta vez se conocieron en una de esas fiestas.
Conocer a tan hermosa dama y comenzar a enamorarla fue todo uno para el enamoradizo portugués, que indagó y fue hasta la casa del fraile situada al cruzar el puente de la acequia antes mencionada. Sus requiebros, su presencia frecuente, sus regalos y sus cartas encendidas pronto inflamaron el pecho de doñaMargarita Jáuregui que estaba en el mero punto de edad para el casorio, por lo que pronto accedió a los requerimientos amorosos del portugués.
Pero don Fray Juan de Nava también indagó muchas cosas de don Duarte de Zarraza y supo que allá en su tierra además de haber dejado muchas deudas, también abandonó a dos mujeres con sus respectivos vástagos, que aquí en la capital de laNueva España llevaba una vida disipada y silenciosa y que vivía en la casa gaya y se exhibía con las descocadas barraganas. Además tenía varias queridas en encontrados rumbos de la ciudad y andaba en amoríos con diez doncellas.
Por todos estos motivos, el cura Juan de Nava prohibió terminantemente a su sobrina que aceptara los amores del porfiado portugués, pero ni doña Margarita ni don Duarte hicieron caso de las advertencias del clérigo y continuaron con sus amoríos a espaldas del ensotanado tío.
Dos veces el cura Juan de Nava habló con el llamado Duarte de Zarraza ya en tono violento prohibiéndole que se acercara tan solo a su casa o alpuente de la acequia de Tezontlali, pero en contestación recibió una blasfemia, burlas y altanería de parte del de Portugal.
Y tanto se opuso el sacerdote a esos amores y tantas veces reprendió a la sobrina y a Zarraza, que este decidió quitar del medio al clérigo, porque según dijo, nadie podía oponerse a sus deseos.
Siguiendo al pie de la letra añejas y desleídas crónicas, sabemos que el perverso portugués decidió matar al clérigo precisamente el 3 de abril de ese año de 1649 y al efecto se fue a decirle a doña Margarita Jáuregui, que ya que su tío-tutor no los dejaría casarse, deberían huir para desposarse en La Puebla de los Angeles. La bella mujer convino en seguir al galán burlando la voluntad del cura.
El día señalado estaba conversando por la ventana de la casa a eso de la caída de la tarde, cuando Duarte de Zarraza vio venir al cura, acercarse alpuente sobre la acequia de Texontlali y sin decirle nada a Margarita, se alejó del balcón y corrió hacia el puente.
No se sabe lo que dijeron, mejor dicho discutieron clérigo y portugués, pero de pronto, Duarte de Zarraza sacó un puñal en cuyo pomo aparecía grabado el escudo de su casa portuguesa y clavó de un golpe furioso en el cráneo al cura
El cura cayó herido de muerte y el portugués lo arrastró unos cuantos pasos y lo arrojó a las aguas lodosas de la acequia por encima de la balaustrada del puente.
Como era de muchos conocida la oposición del clérigo a sus amoríos con Margarita su sobrina, Duarte de Zarraza decidió ocultarse primero y después huir a Veracruz, en donde permaneció cerca de un año.
Pasado ese tiempo, el portugués regresó a la capital de la Nueva españa y decidió ir a ver a Margarita Jáuregui, para pedirle que huyera con él, ya que estaba muerto el cura su tío.
Esperó la noche y se encaminó hacia el rumbo norte, por el lado de Tlatelolco...
Llegó al puente de la acequia, pero no pudo pasarlo, de hecho jamás llegó a cruzarlo vivo. Al día siguiente viandantes mañaneros lo descubrieron muerto, horriblemente desfigurado el rostro por una mueca de espanto, como espanto sufrieron los descubridores, ya que don Duarte de Zarraza yacía estrangulado por un horrible esqueleto cubierto por una sotana hecha jirones, manchada de limo, de lodo y agua pestilente. Las manos descarnadas de aquél muerto, en el cual se identificó en el acto al clérigo don Juan de Nava, estaban pegadas al cuello de Zarraza, mientras brillaba a los primeros rayos del sol de la mañana, la hoja de un puñal que estaba hendiendo su mondo cráneo y en cuyo pomo aparecía el escudo de la casa de Zarraza.
No había duda, el clérigo había salido de su tumba pantanosa en la que permaneció todo el tiempo que el portugués estuvo ausente y al volver a la ciudad emergió para vengarse.
Esto dicen las crónicas, esto contó años más tarde la leyenda y por eso, al puente sin nombre y a la calle que se formó andando el tiempo, se le conoció por muchos años, como la calle del Puente del Clérigo, hoy conocida por 7a., y 8a., de Allende dando como referencia el antiguo callejón del Carrizo
El tercer personaje de esta increíble, pero verídica historia que aparece a fojas 231 de las memorias de Fray Marcos López y Rueda, que fuera obispo de Yucatán y Virrey provisional de la Nueva España, lo fue un caballero y portugués de muy buena presencia y malas maneras llamado don Duarte de Zarraza.
Por decirse de familia ilustre el galán portugués asistía a los saraos y fiestas virreinales y como doña Margarita Jáuregui, por haber sido hija de afortunado caballero también tenía acceso a los salones palaciegos, cierta vez se conocieron en una de esas fiestas.
Conocer a tan hermosa dama y comenzar a enamorarla fue todo uno para el enamoradizo portugués, que indagó y fue hasta la casa del fraile situada al cruzar el puente de la acequia antes mencionada. Sus requiebros, su presencia frecuente, sus regalos y sus cartas encendidas pronto inflamaron el pecho de doñaMargarita Jáuregui que estaba en el mero punto de edad para el casorio, por lo que pronto accedió a los requerimientos amorosos del portugués.
Pero don Fray Juan de Nava también indagó muchas cosas de don Duarte de Zarraza y supo que allá en su tierra además de haber dejado muchas deudas, también abandonó a dos mujeres con sus respectivos vástagos, que aquí en la capital de laNueva España llevaba una vida disipada y silenciosa y que vivía en la casa gaya y se exhibía con las descocadas barraganas. Además tenía varias queridas en encontrados rumbos de la ciudad y andaba en amoríos con diez doncellas.
Por todos estos motivos, el cura Juan de Nava prohibió terminantemente a su sobrina que aceptara los amores del porfiado portugués, pero ni doña Margarita ni don Duarte hicieron caso de las advertencias del clérigo y continuaron con sus amoríos a espaldas del ensotanado tío.
Dos veces el cura Juan de Nava habló con el llamado Duarte de Zarraza ya en tono violento prohibiéndole que se acercara tan solo a su casa o alpuente de la acequia de Tezontlali, pero en contestación recibió una blasfemia, burlas y altanería de parte del de Portugal.
Y tanto se opuso el sacerdote a esos amores y tantas veces reprendió a la sobrina y a Zarraza, que este decidió quitar del medio al clérigo, porque según dijo, nadie podía oponerse a sus deseos.
Siguiendo al pie de la letra añejas y desleídas crónicas, sabemos que el perverso portugués decidió matar al clérigo precisamente el 3 de abril de ese año de 1649 y al efecto se fue a decirle a doña Margarita Jáuregui, que ya que su tío-tutor no los dejaría casarse, deberían huir para desposarse en La Puebla de los Angeles. La bella mujer convino en seguir al galán burlando la voluntad del cura.
El día señalado estaba conversando por la ventana de la casa a eso de la caída de la tarde, cuando Duarte de Zarraza vio venir al cura, acercarse alpuente sobre la acequia de Texontlali y sin decirle nada a Margarita, se alejó del balcón y corrió hacia el puente.
No se sabe lo que dijeron, mejor dicho discutieron clérigo y portugués, pero de pronto, Duarte de Zarraza sacó un puñal en cuyo pomo aparecía grabado el escudo de su casa portuguesa y clavó de un golpe furioso en el cráneo al cura
El cura cayó herido de muerte y el portugués lo arrastró unos cuantos pasos y lo arrojó a las aguas lodosas de la acequia por encima de la balaustrada del puente.
Como era de muchos conocida la oposición del clérigo a sus amoríos con Margarita su sobrina, Duarte de Zarraza decidió ocultarse primero y después huir a Veracruz, en donde permaneció cerca de un año.
Pasado ese tiempo, el portugués regresó a la capital de la Nueva españa y decidió ir a ver a Margarita Jáuregui, para pedirle que huyera con él, ya que estaba muerto el cura su tío.
Esperó la noche y se encaminó hacia el rumbo norte, por el lado de Tlatelolco...
Llegó al puente de la acequia, pero no pudo pasarlo, de hecho jamás llegó a cruzarlo vivo. Al día siguiente viandantes mañaneros lo descubrieron muerto, horriblemente desfigurado el rostro por una mueca de espanto, como espanto sufrieron los descubridores, ya que don Duarte de Zarraza yacía estrangulado por un horrible esqueleto cubierto por una sotana hecha jirones, manchada de limo, de lodo y agua pestilente. Las manos descarnadas de aquél muerto, en el cual se identificó en el acto al clérigo don Juan de Nava, estaban pegadas al cuello de Zarraza, mientras brillaba a los primeros rayos del sol de la mañana, la hoja de un puñal que estaba hendiendo su mondo cráneo y en cuyo pomo aparecía el escudo de la casa de Zarraza.
No había duda, el clérigo había salido de su tumba pantanosa en la que permaneció todo el tiempo que el portugués estuvo ausente y al volver a la ciudad emergió para vengarse.
Esto dicen las crónicas, esto contó años más tarde la leyenda y por eso, al puente sin nombre y a la calle que se formó andando el tiempo, se le conoció por muchos años, como la calle del Puente del Clérigo, hoy conocida por 7a., y 8a., de Allende dando como referencia el antiguo callejón del Carrizo
EL CALLEJON DEL COLGADO
En la actual calle de Venustiano Carranza, antes llamada “de la cadena” tuvo lugar un
suceso que originó la presencia de un espectro, y con él, esta leyenda.
Nos encontramos en los años finales del siglo XVI. Los vecinos de la Nueva
España, integrados por indios, mestizos, españoles, y frailes peninsulares en su
mayoría, vivían en permanente temor debido a la gran cantidad de crímenes que
ocurrían a diario, al parecer ejecutados por el mismo sujeto.
Por las noches, en cualquier momento, se escuchaban fuertes alaridos en la calle,
que el asesino profería mientras escapaba. La población sabía que se acababa de
cometer un crimen y entonces, ponían seguro a las puertas y ventanas de sus casas con
fuertes trancas.
Algunas personas lo llegaron a ver. Corriendo, gritando, y aún empuñando la
daga, el ser terrible parecía volar entre las calles empedradas. Todos los que lo vieron
o escucharon, creyeron que era el demonio.
Así, el fraile Zanabria, que en una de esas noches, en compañía de un mestizo,
regresaba de dar una confesión. De lejos lo vieron y en seguida, escucharon una voz
desesperada:
¡La ronda! ¡Venid! ¡Alguaciles! ¡Dios mío, venid!
Temerosos, se acercaron al lugar de donde provenía el llamado y allí encontraron
a un hombre, inclinado sobre otro que yacía en el suelo, cubierto de sangre.
—¡Dios mío! ¿Qué sucede?
—¡Mi hermano se muere, padre! ¡Ha sido acuchillado por ese demonio!
¡Confesadle, por Dios!
Fray Zanabria se inclinó hacia el herido, le tomó la cabeza entre sus manos, mas
se dio cuenta de que agonizaba.
—Lo siento, caballero, sólo puedo darle la extremaunción.
—¡No es posible, padre! ¿Acaso va a morir?
—Callad y dejadme hacer.
El fraile Zanabria, con la cruz y el rosario en mano, procedió al sacramento;
luego, cerró los ojos del muerto y lo cubrió con su túnica. La ronda pasó en esos
momentos, se acercó al grupo. El hermano del difunto se adelantó:
—¡Mirad! ¡Mi hermano Don Jimeno ha sido víctima de ese demonio!
—¡Ira de Dios! ¡Otro muerto acuchillado sin piedad! ¿qué mano perversa es
capaz de tal infamia?
—Lo vimos, señor capitán. ¡Creo que es el mismo diablo!
—Perdonad, padre, pero para mí que es obra de un malvado.
—¡Hombre o demonio sois la justicia! ¡Detenedle!
—Qué más quisiera, pero bien sabéis que ése, tan luego ataca dentro de la ciudad
como fuera de la traza.
En efecto, el criminal daba muerte a sus víctimas en cualquier rumbo de la
capital, sin que fijase un patrón del tipo de personas; lo mismo perecerían hombres que
mujeres, pobres y ricos. Lo único común era la puñalada, honda y certera que asestaba
en el pecho, de manera que el atacado moría casi al instante.
Despoblada prácticamente la ciudad en ese entonces, no siempre se escuchaban
los alaridos del asesino, ni los ayes del moribundo. Sólo se encontraban los cadáveres,
frescos aún, o en los inicios de la descomposición. Cuando esto ocurría, los pobladores
daban por atribuir el crimen al “demonio”, pues la soledad de los parajes nocturnos
propiciaba la fantasía. Otros, más incrédulos, lo negaban.
Así, cuando se encontró el cadáver de Don Pedro de Villegas en las afueras de la
ciudad, y se observó que el tipo de herida era más fino, producto de una espada u otra
arma, y también, que había varias heridas en su pecho, y no una, como se sabía,
acostumbraba dar el demonio, un conocido del difunto señaló su sospecha: con
seguridad el crimen había sido ejecutado por el esposo de la mujer con quien don
Pedro tenía amoríos prohibidos. Otro hombre, aunque aceptó el argumento, juró haber
escuchado en ese lugar los alaridos usuales del asesino. La justicia, por su parte, sólo
cumplió con las diligencias de rutina que el caso requería, sin que hiciera ninguna
investigación posterior.
Pero los crímenes continuaron, por lo que el virrey, Don Luis de Velasco II,
reunió a las autoridades civiles y eclesiásticas de la Nueva España, para darles a
conocer su mandato, mismo que decía:
“Yo, el Virrey Don Luis de Velasco II, ordeno, en relación a los crímenes que
agostan a la Nueva España, que si se trata de un ser demoníaco, se haga cargo del
asunto el Santo Oficio; y si es de este mundo, la justicia, a fin de aplicarle al criminal
el más horrible y cruel de los castigos. De modo pues, que para un mismo fin, la
justicia de Dios y del Virrey, trabajarán por separado”.
Durante varias noches, se pudo ver a los religiosos recorrer las calles, con las
cruces y utensilios necesarios para el exorcismo; mientras tanto, el capitán y sus
lanceros hacían lo propio. Pero en todas las ocasiones en que el asesino atacaba, los
soldados y los religiosos llegaron tarde; ya la víctima yacía moribunda, y el
responsable había escapado.
Ciertamente oyeron sus alaridos, pero se confundían sobre el lugar de
procedencia de éstos. Los religiosos también lo vieron correr, y aunque hicieron el
esfuerzo de perseguirle, pronto desapareció de su vista.
El asesino se escabullía con presteza, parecía ser hombre y demonio a la vez; un
demonio que tenía, a decir de un fraile, un pie de cabra y el otro de gallo, o que era una
bruja, como señalaba uno de los oidores que formaba parte de la comitiva. Cansados y
temerosos, los frailes oraban en la plenitud del sereno nocturno, para alejar el
maleficio que asolaba a la ciudad virreinal.
Después de un tiempo la persecución cesó. Aun cuando el sentir general era
aprensivo, las actividades de los pobladores se realizaban de manera acostumbrada;
entre ellos el oidor mayor, Don Álvaro de Peredo y Zúñiga, que laboraba como
siempre en su casa, en la calle de la cadena.
Una mañana, el sirviente del oidor entró en su despacho para comunicarle,
sumamente nervioso:
—Perdonad, señor amo, pero un hombre pregunta por vos.
—Decidle que me vea en la Audiencia.
—Le dije tal, señor, más insiste. Dice que es asunto secretísimo, relativo al
demonio criminal.
—¿Qué? ¡Hacedle pasar y dejadme a solas con él!
El oidor lo esperó de pie; entró un hombre de aspecto modesto que se presentó:
—Buenos días, vuestra señoría. Soy Lizardo de Ontuñano, natural de San Lucas,
tahonero de oficio. Me atrevo a molestaros porque...
—¿Decís que conocéis la identidad del asesino, del diabólico ser?
—Así es, señor oidor mayor. Le he seguido varias noches, y le he visto atacar a
sus indefensas víctimas.
—¿Y después...? ¡Continuad!
—Le he seguido y le he visto entrar a su casa.
El oidor mayor se puso de pie, resuelto:
—¡No perdamos tiempo! ¡Vayamos a la Audiencia! Ahí se os dará fuerte
recompensa por revelar la identidad del criminal.
El oidor se hallaba alborozado, en su mente pronto se formó la idea sobre las
ventajas que obtendría por intervenir en asunto tan álgido. Pero el hombre se quedó
callado, sin moverse, a lo que el oidor le demandó:
—¿Pero qué os pasa? ¿Por qué os detenéis?
—Perdonad, señor oidor, pero no busco recompensa por revelar el nombre del
criminal, sino por callarlo.
—¿Qué decís? ¡No os entiendo! ¿Pagar porque calléis? ¡Si lo que precisamos es
saber el nombre del asesino!
Con la cabeza baja, que escondía sus torvos ojos, el hombre le dijo:
—Señor oidor... Es que el asesino es vuestro hermanastro, don Gaspar de
Aceves.
—¡No es posible! Mi hermano está enfermo, ¡Pero criminal no es!
—Averiguadlo, vuestra señoría.
El oidor dejó al hombre en el despacho. Caminó hasta la habitación de su
hermanastro, abrió la puerta, y grande fue su estupor cuando revisó el lecho de éste:
encima de las mantas sucias y revueltas, se hallaba una capa, cuyo embozo tenía
manchas de sangre, y sobre éste yacía un puñal, con el filo cubierto por abundante
sangre reseca.
—¡Es la sangre de sus víctimas! ¡Dios mío!
Cuando regresó donde lo esperaba Lizardo, el oidor iba anonadado. Todavía
dudó por un momento, le costaba creerlo, pero ahí estaban las pruebas; además, sabía
que su hermano no estaba bien de sus facultades mentales. El tahonero esperó un
momento a que se repusiera, entonces le dijo:
—¿Os habéis convencido, verdad? Fije vuestra merced la cantidad de oros que ha
de darme, que yo me daré por bien pagado.
—Idos ahora, señor... Lizardo. Ya os avisaré mañana.
El oidor abandonó su trabajo ese día, torturado por el descubrimiento, por el
conflicto entre su deber y sus sentimientos. Tomada su decisión, al día siguiente
entregó una cantidad a Lizardo de Ontuñano, quien le aseguró su silencio. Por otra
parte, encerró a su hermano.
Sin embargo, el hombre no se conformó, a la primera extorsión continuaron
otras. El oidor mayor había desmejorado. Le pesaban los alcances de la enfermedad de
su hermano, y empezaba a irritarle cada vez más la presencia del extorsionador.
Al fin, una mañana, mandó detenerle; lo culpaba de ser el autor de los crímenes
en serie. Lizardo de Ontuñano, dicen los documentos del Santo Oficio, proclamó su
inocencia, pero fue en vano.
El juicio se acercaba. Él sabía que podía ser condenado, consciente de la
influencia del oidor y de la arbitrariedad de la Inquisición, conocida por todos los
habitantes. Pidió hablar con el oidor mayor, pero al tiempo que lo comunicó al
carcelero, detrás apareció el oidor para interrogarlo.
En la celda, Lizardo quiso chantajear al funcionario, con la amenaza de delatar a
su hermano si sostenía su acusación, pero el oidor no cedió. Entonces, tomaron un
acuerdo: el oidor le propuso que declarara conocer al asesino, haberlo visto, pero no
saber su nombre ni el lugar de su morada. A cambio de ello, juró dejarlo ir. Por su
parte, Lizardo juró guardar el secreto.
Se llevó a cabo el juicio, con el oidor mayor al frente del jurado. Éste le
preguntó:
—¿Confesáis que habéis visto morir a las víctimas, correr la sangre, y saber su
identidad?
—Sí, confieso.
El oidor se levantó de su asiento para señalarlo:
—Miembros de este Santo Tribunal ¡No hay duda alguna! ¡Aquí tenéis al
diabólico asesino! ¡Sometedle a tortura, en tanto se decide la forma de matarle!
El verdugo lo tomó por los hombros, violento lo condujo a la cámara de castigos.
Ahí, fue sometido al suplicio del potro. Un verdugo daba vueltas a unas barras,
colocadas en el extremo derecho del cilindro de madera, que a la cabecera del hombre,
y envuelto en cuerdas, jalaba de sus brazos sujetados. Mientras tanto, un fraile lo
interrogó sobre las razones de sus asesinatos; Lizardo negó todo. Y antes de la fractura
de sus miembros, dijo:
—¡Soltadme! ¡El criminal es el hermano del oidor mayor, Don Gaspar de
Aceves!
Pronto, el fraile acudió con el oidor mayor para comunicarle lo dicho por el reo.
Éste no dio importancia al hecho, adujo una venganza en su contra, y ordenó mayor
tortura hasta lograr su muerte, preocupado en el fondo de que siguiera hablando. Pero
al fraile se le ocurrió una siniestra idea: castigarle por sus crímenes y por difamación al
oidor. Intrigado, éste quiso saber de qué manera se haría tal castigo, a lo que el fraile
respondió:
—Vivís en la calle de la cadena. ¡Que sea colgado de la cadena superior que está
frente a vuestra casa!
El día de la ejecución, la gente se agolpaba en las aceras, furiosa arremetía en
contra del reo, que en esos momentos pasaba, en medio de la procesión de guardias y
religiosos.
Una vez que llegaron al lugar, la sentencia fue leída por el pregonero. Colgaron
la cadena a su cuello y entonces, el fraile se acercó al hombre, ya aniquilado por las
torturas. En tono piadoso le expresó:
—Confesad vuestros crímenes para que vuestra alma pueda llegar al cielo.
—Sois sacerdote. Decidle a ese Dios que invocáis, que me permita volver a este
mundo a demostrar mi inocencia.
—¡No puedo pedir tal cosa!
—Lo haré yo, si llego a vislumbrar el cielo. ¡Y os juro por Dios, que vos también
sabréis de mi inocencia!
A lo lejos, ya aletargado, escuchó la orden de su muerte.
Su cuerpo quedó pendido de una de las cadenas superiores de la casa frontal a la
del oidor mayor, donde quedó tres días, expuesto al morbo público. Al cuarto día, el
cadáver fue bajado.
Por su parte, el oidor Don Álvaro de Peredo, mandó poner gruesas rejas en la
habitación de su medio hermano, en el mismo día de la ejecución. Quería asegurarse
de evitar sus crímenes, pero a la vez, también era una forma de castigo hacia el
verdadero criminal, porque el remordimiento lo atormentaba.
Esa noche, en que la pestilencia del cadáver todavía impregnaba la calle, un
impulso irracional lo hizo salir. Adelantó unos pasos hacia la casa de enfrente, y al
elevar la cabeza, vio, entre la luz de la luna llena, la sombra del ahorcado.
Pensó que era una alucinación, una visión de su conciencia, pero de día y de
noche, durante semanas y meses, la silueta siguió apareciendo en el mismo lugar. Ya
no quería salir de su casa, pero algo lo impulsaba siempre; entonces, evitaba mirar
hacia la cadena, mas una fuerza ultraterrena lo hacía volver la cabeza, elevar la vista.
Poco tiempo después, encerrado en su alcoba, ya enfermo, sintió la misma fuerza
magnética que provenía de los muros de su habitación: en ellos se dibujó la sombra.
El oidor, atado por el miedo, empezó a rezar, pero la silueta seguía ahí. Entonces
cobró valor:
—¡Marchaos de aquí, sombra ominosa! ¡Comprended, tenía que salvarlo!
Transcurrieron siete meses del suceso. Los crímenes cesaron, y la confianza
volvió entre los habitantes de la capital. Pero una noche, se escuchó el temible alarido
y con él, el descubrimiento de una nueva víctima. El oidor tuvo la seguridad de que su
hermano no era el autor, pues encerrado estaba, y se hallaba dormido la noche del
asesinato.
Dos días después, un hombre que caminaba por la calle, ya avanzada la noche,
fue atajado por la siniestra figura, que al instante levantó el brazo, con puñal en mano,
dispuesto a matarle. Pero entonces, el asesino sintió una presencia atrás, y se detuvo.
Al volver el rostro, se topó con un espectro, un esqueleto que lo levantó, con enorme
fuerza, y sin darle tiempo a nada, rodeó su garganta, y apretó, hasta verlo morir.
El hombre que se había salvado del asesino, se alejó del lugar, tembloroso ante la
visión de lo ocurrido. Horas más tarde, casi al alba, la ronda de alabarderos descubrió
el cuadro: en el suelo yacía un cadáver, y junto a él, un esqueleto le rodeaba el cuello
con sus manos descarnadas.
Uno de ellos identificó al cadáver como el hermano del oidor mayor, pero no se
supo explicar la presencia del esqueleto, y su identidad; sólo se notó la cadena que
colgaba de su cuello sin piel.
Se llamó al Santo Oficio, quien exorcizó el lugar. Mientras tanto, las autoridades
trataban de explicarse el hecho insólito. Al parecer, el esqueleto asesinó a Don Gaspar
Aceves, pero esto no tenía sentido.
Al fin, tuvieron la respuesta. Un hombre, que venía apoyado en su esposa, llamó
a las puertas de las autoridades religiosas para dar su testimonio sobre el atentado
sufrido la noche anterior, y sobre el espectro que lo salvó.
Una vez interrogado, quedó claro que el asesino era el hermanastro del oidor. En
cuanto al esqueleto, el testigo dijo haber escuchado, acaso como parte de su
alucinación, que éste dijo a Don Gaspar cuando lo estrangulaba: “¿No me conocéis?
¡Soy Lizardo de Ontuñano, que viene a demostrar su inocencia!”
Los ahí presentes disimularon su risa, pero el fraile, confesor de Lizardo a la hora
de su muerte, contestó muy serio:
—Es verdad lo que dice este hombre. Se trata del mismo cristiano a quien dimo
muerte, acusado por el oidor mayor. No cabe duda, yo mismo vi la cadena en su cuello
al hacer el exorcismo, pero no creí.
Uno de los oidores comunicó:
—Pediré instrucciones al virrey; entre tanto, detendremos al oidor mayor.
El fraile contestó:
—Demasiado tarde, vuestra Señoría. El oidor mayor se ahorcó.
Al día siguiente, el esqueleto fue enterrado en el cementerio.
Por mucho tiempo, la calle de la cadena fue denominada como “calle del
colgado”, quizá debido a la ejecución de Lizardo de Ontuñano, o al suicidio del oidor
mayor.
La leyenda empezó con la muerte de ambos, pero por mucho tiempo, aseguran
las personas que la vieron, se mecía la sombra del ahorcado bajo las cadenas que se
extendían de un extremo al otro del muro.
suceso que originó la presencia de un espectro, y con él, esta leyenda.
Nos encontramos en los años finales del siglo XVI. Los vecinos de la Nueva
España, integrados por indios, mestizos, españoles, y frailes peninsulares en su
mayoría, vivían en permanente temor debido a la gran cantidad de crímenes que
ocurrían a diario, al parecer ejecutados por el mismo sujeto.
Por las noches, en cualquier momento, se escuchaban fuertes alaridos en la calle,
que el asesino profería mientras escapaba. La población sabía que se acababa de
cometer un crimen y entonces, ponían seguro a las puertas y ventanas de sus casas con
fuertes trancas.
Algunas personas lo llegaron a ver. Corriendo, gritando, y aún empuñando la
daga, el ser terrible parecía volar entre las calles empedradas. Todos los que lo vieron
o escucharon, creyeron que era el demonio.
Así, el fraile Zanabria, que en una de esas noches, en compañía de un mestizo,
regresaba de dar una confesión. De lejos lo vieron y en seguida, escucharon una voz
desesperada:
¡La ronda! ¡Venid! ¡Alguaciles! ¡Dios mío, venid!
Temerosos, se acercaron al lugar de donde provenía el llamado y allí encontraron
a un hombre, inclinado sobre otro que yacía en el suelo, cubierto de sangre.
—¡Dios mío! ¿Qué sucede?
—¡Mi hermano se muere, padre! ¡Ha sido acuchillado por ese demonio!
¡Confesadle, por Dios!
Fray Zanabria se inclinó hacia el herido, le tomó la cabeza entre sus manos, mas
se dio cuenta de que agonizaba.
—Lo siento, caballero, sólo puedo darle la extremaunción.
—¡No es posible, padre! ¿Acaso va a morir?
—Callad y dejadme hacer.
El fraile Zanabria, con la cruz y el rosario en mano, procedió al sacramento;
luego, cerró los ojos del muerto y lo cubrió con su túnica. La ronda pasó en esos
momentos, se acercó al grupo. El hermano del difunto se adelantó:
—¡Mirad! ¡Mi hermano Don Jimeno ha sido víctima de ese demonio!
—¡Ira de Dios! ¡Otro muerto acuchillado sin piedad! ¿qué mano perversa es
capaz de tal infamia?
—Lo vimos, señor capitán. ¡Creo que es el mismo diablo!
—Perdonad, padre, pero para mí que es obra de un malvado.
—¡Hombre o demonio sois la justicia! ¡Detenedle!
—Qué más quisiera, pero bien sabéis que ése, tan luego ataca dentro de la ciudad
como fuera de la traza.
En efecto, el criminal daba muerte a sus víctimas en cualquier rumbo de la
capital, sin que fijase un patrón del tipo de personas; lo mismo perecerían hombres que
mujeres, pobres y ricos. Lo único común era la puñalada, honda y certera que asestaba
en el pecho, de manera que el atacado moría casi al instante.
Despoblada prácticamente la ciudad en ese entonces, no siempre se escuchaban
los alaridos del asesino, ni los ayes del moribundo. Sólo se encontraban los cadáveres,
frescos aún, o en los inicios de la descomposición. Cuando esto ocurría, los pobladores
daban por atribuir el crimen al “demonio”, pues la soledad de los parajes nocturnos
propiciaba la fantasía. Otros, más incrédulos, lo negaban.
Así, cuando se encontró el cadáver de Don Pedro de Villegas en las afueras de la
ciudad, y se observó que el tipo de herida era más fino, producto de una espada u otra
arma, y también, que había varias heridas en su pecho, y no una, como se sabía,
acostumbraba dar el demonio, un conocido del difunto señaló su sospecha: con
seguridad el crimen había sido ejecutado por el esposo de la mujer con quien don
Pedro tenía amoríos prohibidos. Otro hombre, aunque aceptó el argumento, juró haber
escuchado en ese lugar los alaridos usuales del asesino. La justicia, por su parte, sólo
cumplió con las diligencias de rutina que el caso requería, sin que hiciera ninguna
investigación posterior.
Pero los crímenes continuaron, por lo que el virrey, Don Luis de Velasco II,
reunió a las autoridades civiles y eclesiásticas de la Nueva España, para darles a
conocer su mandato, mismo que decía:
“Yo, el Virrey Don Luis de Velasco II, ordeno, en relación a los crímenes que
agostan a la Nueva España, que si se trata de un ser demoníaco, se haga cargo del
asunto el Santo Oficio; y si es de este mundo, la justicia, a fin de aplicarle al criminal
el más horrible y cruel de los castigos. De modo pues, que para un mismo fin, la
justicia de Dios y del Virrey, trabajarán por separado”.
Durante varias noches, se pudo ver a los religiosos recorrer las calles, con las
cruces y utensilios necesarios para el exorcismo; mientras tanto, el capitán y sus
lanceros hacían lo propio. Pero en todas las ocasiones en que el asesino atacaba, los
soldados y los religiosos llegaron tarde; ya la víctima yacía moribunda, y el
responsable había escapado.
Ciertamente oyeron sus alaridos, pero se confundían sobre el lugar de
procedencia de éstos. Los religiosos también lo vieron correr, y aunque hicieron el
esfuerzo de perseguirle, pronto desapareció de su vista.
El asesino se escabullía con presteza, parecía ser hombre y demonio a la vez; un
demonio que tenía, a decir de un fraile, un pie de cabra y el otro de gallo, o que era una
bruja, como señalaba uno de los oidores que formaba parte de la comitiva. Cansados y
temerosos, los frailes oraban en la plenitud del sereno nocturno, para alejar el
maleficio que asolaba a la ciudad virreinal.
Después de un tiempo la persecución cesó. Aun cuando el sentir general era
aprensivo, las actividades de los pobladores se realizaban de manera acostumbrada;
entre ellos el oidor mayor, Don Álvaro de Peredo y Zúñiga, que laboraba como
siempre en su casa, en la calle de la cadena.
Una mañana, el sirviente del oidor entró en su despacho para comunicarle,
sumamente nervioso:
—Perdonad, señor amo, pero un hombre pregunta por vos.
—Decidle que me vea en la Audiencia.
—Le dije tal, señor, más insiste. Dice que es asunto secretísimo, relativo al
demonio criminal.
—¿Qué? ¡Hacedle pasar y dejadme a solas con él!
El oidor lo esperó de pie; entró un hombre de aspecto modesto que se presentó:
—Buenos días, vuestra señoría. Soy Lizardo de Ontuñano, natural de San Lucas,
tahonero de oficio. Me atrevo a molestaros porque...
—¿Decís que conocéis la identidad del asesino, del diabólico ser?
—Así es, señor oidor mayor. Le he seguido varias noches, y le he visto atacar a
sus indefensas víctimas.
—¿Y después...? ¡Continuad!
—Le he seguido y le he visto entrar a su casa.
El oidor mayor se puso de pie, resuelto:
—¡No perdamos tiempo! ¡Vayamos a la Audiencia! Ahí se os dará fuerte
recompensa por revelar la identidad del criminal.
El oidor se hallaba alborozado, en su mente pronto se formó la idea sobre las
ventajas que obtendría por intervenir en asunto tan álgido. Pero el hombre se quedó
callado, sin moverse, a lo que el oidor le demandó:
—¿Pero qué os pasa? ¿Por qué os detenéis?
—Perdonad, señor oidor, pero no busco recompensa por revelar el nombre del
criminal, sino por callarlo.
—¿Qué decís? ¡No os entiendo! ¿Pagar porque calléis? ¡Si lo que precisamos es
saber el nombre del asesino!
Con la cabeza baja, que escondía sus torvos ojos, el hombre le dijo:
—Señor oidor... Es que el asesino es vuestro hermanastro, don Gaspar de
Aceves.
—¡No es posible! Mi hermano está enfermo, ¡Pero criminal no es!
—Averiguadlo, vuestra señoría.
El oidor dejó al hombre en el despacho. Caminó hasta la habitación de su
hermanastro, abrió la puerta, y grande fue su estupor cuando revisó el lecho de éste:
encima de las mantas sucias y revueltas, se hallaba una capa, cuyo embozo tenía
manchas de sangre, y sobre éste yacía un puñal, con el filo cubierto por abundante
sangre reseca.
—¡Es la sangre de sus víctimas! ¡Dios mío!
Cuando regresó donde lo esperaba Lizardo, el oidor iba anonadado. Todavía
dudó por un momento, le costaba creerlo, pero ahí estaban las pruebas; además, sabía
que su hermano no estaba bien de sus facultades mentales. El tahonero esperó un
momento a que se repusiera, entonces le dijo:
—¿Os habéis convencido, verdad? Fije vuestra merced la cantidad de oros que ha
de darme, que yo me daré por bien pagado.
—Idos ahora, señor... Lizardo. Ya os avisaré mañana.
El oidor abandonó su trabajo ese día, torturado por el descubrimiento, por el
conflicto entre su deber y sus sentimientos. Tomada su decisión, al día siguiente
entregó una cantidad a Lizardo de Ontuñano, quien le aseguró su silencio. Por otra
parte, encerró a su hermano.
Sin embargo, el hombre no se conformó, a la primera extorsión continuaron
otras. El oidor mayor había desmejorado. Le pesaban los alcances de la enfermedad de
su hermano, y empezaba a irritarle cada vez más la presencia del extorsionador.
Al fin, una mañana, mandó detenerle; lo culpaba de ser el autor de los crímenes
en serie. Lizardo de Ontuñano, dicen los documentos del Santo Oficio, proclamó su
inocencia, pero fue en vano.
El juicio se acercaba. Él sabía que podía ser condenado, consciente de la
influencia del oidor y de la arbitrariedad de la Inquisición, conocida por todos los
habitantes. Pidió hablar con el oidor mayor, pero al tiempo que lo comunicó al
carcelero, detrás apareció el oidor para interrogarlo.
En la celda, Lizardo quiso chantajear al funcionario, con la amenaza de delatar a
su hermano si sostenía su acusación, pero el oidor no cedió. Entonces, tomaron un
acuerdo: el oidor le propuso que declarara conocer al asesino, haberlo visto, pero no
saber su nombre ni el lugar de su morada. A cambio de ello, juró dejarlo ir. Por su
parte, Lizardo juró guardar el secreto.
Se llevó a cabo el juicio, con el oidor mayor al frente del jurado. Éste le
preguntó:
—¿Confesáis que habéis visto morir a las víctimas, correr la sangre, y saber su
identidad?
—Sí, confieso.
El oidor se levantó de su asiento para señalarlo:
—Miembros de este Santo Tribunal ¡No hay duda alguna! ¡Aquí tenéis al
diabólico asesino! ¡Sometedle a tortura, en tanto se decide la forma de matarle!
El verdugo lo tomó por los hombros, violento lo condujo a la cámara de castigos.
Ahí, fue sometido al suplicio del potro. Un verdugo daba vueltas a unas barras,
colocadas en el extremo derecho del cilindro de madera, que a la cabecera del hombre,
y envuelto en cuerdas, jalaba de sus brazos sujetados. Mientras tanto, un fraile lo
interrogó sobre las razones de sus asesinatos; Lizardo negó todo. Y antes de la fractura
de sus miembros, dijo:
—¡Soltadme! ¡El criminal es el hermano del oidor mayor, Don Gaspar de
Aceves!
Pronto, el fraile acudió con el oidor mayor para comunicarle lo dicho por el reo.
Éste no dio importancia al hecho, adujo una venganza en su contra, y ordenó mayor
tortura hasta lograr su muerte, preocupado en el fondo de que siguiera hablando. Pero
al fraile se le ocurrió una siniestra idea: castigarle por sus crímenes y por difamación al
oidor. Intrigado, éste quiso saber de qué manera se haría tal castigo, a lo que el fraile
respondió:
—Vivís en la calle de la cadena. ¡Que sea colgado de la cadena superior que está
frente a vuestra casa!
El día de la ejecución, la gente se agolpaba en las aceras, furiosa arremetía en
contra del reo, que en esos momentos pasaba, en medio de la procesión de guardias y
religiosos.
Una vez que llegaron al lugar, la sentencia fue leída por el pregonero. Colgaron
la cadena a su cuello y entonces, el fraile se acercó al hombre, ya aniquilado por las
torturas. En tono piadoso le expresó:
—Confesad vuestros crímenes para que vuestra alma pueda llegar al cielo.
—Sois sacerdote. Decidle a ese Dios que invocáis, que me permita volver a este
mundo a demostrar mi inocencia.
—¡No puedo pedir tal cosa!
—Lo haré yo, si llego a vislumbrar el cielo. ¡Y os juro por Dios, que vos también
sabréis de mi inocencia!
A lo lejos, ya aletargado, escuchó la orden de su muerte.
Su cuerpo quedó pendido de una de las cadenas superiores de la casa frontal a la
del oidor mayor, donde quedó tres días, expuesto al morbo público. Al cuarto día, el
cadáver fue bajado.
Por su parte, el oidor Don Álvaro de Peredo, mandó poner gruesas rejas en la
habitación de su medio hermano, en el mismo día de la ejecución. Quería asegurarse
de evitar sus crímenes, pero a la vez, también era una forma de castigo hacia el
verdadero criminal, porque el remordimiento lo atormentaba.
Esa noche, en que la pestilencia del cadáver todavía impregnaba la calle, un
impulso irracional lo hizo salir. Adelantó unos pasos hacia la casa de enfrente, y al
elevar la cabeza, vio, entre la luz de la luna llena, la sombra del ahorcado.
Pensó que era una alucinación, una visión de su conciencia, pero de día y de
noche, durante semanas y meses, la silueta siguió apareciendo en el mismo lugar. Ya
no quería salir de su casa, pero algo lo impulsaba siempre; entonces, evitaba mirar
hacia la cadena, mas una fuerza ultraterrena lo hacía volver la cabeza, elevar la vista.
Poco tiempo después, encerrado en su alcoba, ya enfermo, sintió la misma fuerza
magnética que provenía de los muros de su habitación: en ellos se dibujó la sombra.
El oidor, atado por el miedo, empezó a rezar, pero la silueta seguía ahí. Entonces
cobró valor:
—¡Marchaos de aquí, sombra ominosa! ¡Comprended, tenía que salvarlo!
Transcurrieron siete meses del suceso. Los crímenes cesaron, y la confianza
volvió entre los habitantes de la capital. Pero una noche, se escuchó el temible alarido
y con él, el descubrimiento de una nueva víctima. El oidor tuvo la seguridad de que su
hermano no era el autor, pues encerrado estaba, y se hallaba dormido la noche del
asesinato.
Dos días después, un hombre que caminaba por la calle, ya avanzada la noche,
fue atajado por la siniestra figura, que al instante levantó el brazo, con puñal en mano,
dispuesto a matarle. Pero entonces, el asesino sintió una presencia atrás, y se detuvo.
Al volver el rostro, se topó con un espectro, un esqueleto que lo levantó, con enorme
fuerza, y sin darle tiempo a nada, rodeó su garganta, y apretó, hasta verlo morir.
El hombre que se había salvado del asesino, se alejó del lugar, tembloroso ante la
visión de lo ocurrido. Horas más tarde, casi al alba, la ronda de alabarderos descubrió
el cuadro: en el suelo yacía un cadáver, y junto a él, un esqueleto le rodeaba el cuello
con sus manos descarnadas.
Uno de ellos identificó al cadáver como el hermano del oidor mayor, pero no se
supo explicar la presencia del esqueleto, y su identidad; sólo se notó la cadena que
colgaba de su cuello sin piel.
Se llamó al Santo Oficio, quien exorcizó el lugar. Mientras tanto, las autoridades
trataban de explicarse el hecho insólito. Al parecer, el esqueleto asesinó a Don Gaspar
Aceves, pero esto no tenía sentido.
Al fin, tuvieron la respuesta. Un hombre, que venía apoyado en su esposa, llamó
a las puertas de las autoridades religiosas para dar su testimonio sobre el atentado
sufrido la noche anterior, y sobre el espectro que lo salvó.
Una vez interrogado, quedó claro que el asesino era el hermanastro del oidor. En
cuanto al esqueleto, el testigo dijo haber escuchado, acaso como parte de su
alucinación, que éste dijo a Don Gaspar cuando lo estrangulaba: “¿No me conocéis?
¡Soy Lizardo de Ontuñano, que viene a demostrar su inocencia!”
Los ahí presentes disimularon su risa, pero el fraile, confesor de Lizardo a la hora
de su muerte, contestó muy serio:
—Es verdad lo que dice este hombre. Se trata del mismo cristiano a quien dimo
muerte, acusado por el oidor mayor. No cabe duda, yo mismo vi la cadena en su cuello
al hacer el exorcismo, pero no creí.
Uno de los oidores comunicó:
—Pediré instrucciones al virrey; entre tanto, detendremos al oidor mayor.
El fraile contestó:
—Demasiado tarde, vuestra Señoría. El oidor mayor se ahorcó.
Al día siguiente, el esqueleto fue enterrado en el cementerio.
Por mucho tiempo, la calle de la cadena fue denominada como “calle del
colgado”, quizá debido a la ejecución de Lizardo de Ontuñano, o al suicidio del oidor
mayor.
La leyenda empezó con la muerte de ambos, pero por mucho tiempo, aseguran
las personas que la vieron, se mecía la sombra del ahorcado bajo las cadenas que se
extendían de un extremo al otro del muro.
EL FANTASMA DE LA MONJA
Cuando existieron personajes en esa época colonial inolvidable, cuando
tenemos a la mano antiguos testimonios y se barajan nombres auténticos y
acontecimientos, no puede decirse que se trata de un mito, una leyenda o
una invención producto de las mentes de aquél siglo. Si acaso se
adornan los hechos con giros literarios y sabrosos agregados para hacer
más ameno un relato que por muy diversas causas ya tomó patente de
leyenda. Con respecto a los nombres que en este cuento aparecen, tampoco
se ha cambiado nada y si varían es porque en ese entonces se usaban de
una manera diferente nombres, apellidos y blasones.
Durante muchos años y según consta en las actas del muy antiguo convento de la Concepción, que hoy se localizaría en la esquina de Santa María la Redonda y Belisario Domínguez, las monjas enclaustradas en tan lóbrega institución, vinieron sufriendo la presencia de una blanca y espantable figura que en su hábito de monja de esa orden, veían colgada de uno de los arbolitos de durazno que en ese entonces existían. Cada vez que alguna de las novicias o profesas tenían que salir a alguna misión nocturna y cruzaban el patio y jardínes de las celdas interiores, no resistían la tentación de mirarse en las cristalinas aguas de la fuente que en el centro había y entonces ocurría aquello. Tras ellas, balanceándose al soplo ligero de la brisa noctural, veían a aquella novicia pendiente de una soga, con sus ojos salidos de las órbitas y con su lengua como un palmo fuera de los labios retorcidos y resecos; sus manos juntas y sus pies con las puntas de las chinelas apuntando hacia abajo.
Las monjas huían despavoridas clamando a Dios y a las superioras, y cuando llegaba ya la abadesa o la madre tornera que era la más vieja y la más osada, ya aquella horrible visión se había esfumado.
Así, noche a noche y monja tras monja, el fantasma de la novicia colgando del durazno fue motivo de espanto durante muchos años y de nada valieron rezos ni misas ni duras penitencias ni golpes de cilicio para que la visión macabra se alejara de la santa casa, llegando a decir en ese entonces en que aún no se hablaba ni se estudiaban estas cosas, que todo era una visión colectiva, un caso típico de histerismo provocado por el obligado encierro de las religiosas.
Más una cruel verdad se ocultaba en la fantasmal aparición de aquella monja ahorcada, colgada del durazno y se remontaba a muchos años antes, pues debe tenerse en cuenta que elConvento de la Concepción fue el primero en ser construído en la Capital de la Nueva España, (apenas 22 años después de consumada la Conquista y no debe confundirse convento de monjas-mujeres con monasterio de monjes-hombres), y por lo tanto el primero en recibir como novicias a hijas, familiares y conocidas de los conquistadores españoles.
Vivían pues en ese entonces en la esquina que hoy serían las calles de Argentina y Guatemala, precisamente en donde se ubicaba muchos años después una cantina, los hermanos Avila, que eran Gil, Alfonso y doña María a la que por oscuros motivos se inscribió en la historia como doña María de Alvarado.
Pues bien esta doña María que era bonita y de gran prestancia, se enamoró de un tal Arrutia, mestizo de humilde cuna y de incierto origen, quien viendo el profundo enamoramiento que había provocado en doña María trató de convertirla en su esposa para así ganar mujer, fortuna y linaje.
A tales amoríos se opusieron los hermanos Avila, sobre todo el llamado Alonso de Avila, quien llamando una tarde al irrespetuoso y altanero mestizo, le prohibió que anduviese en amoríos con su hermana.
-Nada podeís hacer si ella me ama -dijo cínicamente el tal Arrutia-, pues el corazón de vuestra hermana ha tiempo es mío; podéis oponeros cuanto queráis, que nada lograréis.
Molesto don Alonso de Avila se fue a su casa de la esquina antes dicha y que siglos después se llamara del Relox y Escalerillas respectivamente y habló con su hermano Gil a quien le contó lo sucedido. Gil pensó en matar en un duelo al bellaco que se enfrentaba a ellos, pero don Alonso pensando mejor las cosas, dijo que el tal sujeto era un mestizo despreciable que no podría medirse a espada contra ninguno de los dos y que mejor sería que le dieran un escarmiento. Pensando mejor las cosas decidieron reunir un buen monto de dinero y se lo ofrecieron al mestizo para que se largara para siempre de la capital de la Nueva España, pues con los dineros ofrecidos podría instalarse en otro sitio y poner un negocio lucrativo.
Cuéntase que el metizo aceptó y sin decir adiós a la mujer que había llegado a amarlo tan intensamente, se fue a Veracruz y de allí a otros lugares, dejando transcurrir los meses y dos años, tiempo durante el cual, la desdichada doña María Alvarado sufría, padecía, lloraba y gemía como una sombra por la casa solariega de los hermanos Avila, sus hermanos según dice la historia.
Finalmente, viendo tanto sufrir y llorar a la querida hermana, Gil y Alonso decidieron convencer a doña María para que entrara de novicia a unconvento. Escogieron al de la Concepción y tras de reunir otra fuerte suma como dote, la fueron a enclaustrar diciéndole que el mestizo motivo de su amor y de sus cuitas jamás regresaría a su lado, pues sabían de buena fuente que había muerto.
Sin mucha voluntad doña María entró como novicia al citado convento, en donde comenzó a llevar la triste vida claustral, aunque sin dejar de llorar su pena de amor, recordando al mestizo Arrutia entre rezos, angelus y maitines. Por las noches, en la soledad tremenda de su celda se olvidaba de su amor a Dios, de su fe y de todo y sólo pensaba en aquel mestizo que la había sorbido hasta los tuétanos y sembrado de deseos su corazón.
Al fin, una noche, no pudiendo resistir más esa pasión que era mucho más fuerte que su fe, que opacaba del todo a su religión, decidió matarse ante el silencio del amado de cuyo regreso llegó a saber, pues el mestizo había vuelto a pedir más dinero a los hermanos Avila.
Cogió un cordón y lo trenzó con otro para hacerlo más fuerte, a pesar de que su cuerpo a causa de la pasión y los ayunos se había hecho frágil y pálido. Se hincó ante el crucificado a quien pidió perdón por no poder llegar a desposarse al profesar y se fue a la huerta delconvento y a la fuente.
Ató la cuerda a una de las ramas del durazno y volvió a rezar pidiendo perdón a Dios por lo que iba a hacer y al amado mestizo por abandonarlo en este mundo.
Se lanzó hacia abajo.... Sus pies golpearon el brocal de la fuente.
Y allí quedó basculando, balanceándose como un péndulo blanco, frágil, movido por el viento.
Al día siguiente la madre portera que fue a revisar los gruesos picaportes y herrajes de la puerta del convento, la vio colgando, muerta.
El cuerpo ya tieso de María de Alvarado fue bajado y sepultado ese misma tarde en el cementerio interior del convento y allí pareció terminar aquél drama amoroso.
Sin embargo, un mes después, una de las novicias vió la horrible aparición reflejada en las aguas de la fuente. A esta aparición siguieron otras, hasta que las superiores prohibieron la salida de las monjas a la huerta, después de puesto el sol.
Tal parecía que un terrible sino, el más trágico perseguía a esta familia, vástagos los tres de doña Leonor Alvarado y de don Gil González Benavides, pues ahorcada doña María de Alvarado en la forma que antes queda dicha, sus dos hermanos Gil y Alonso de Avila se vieron envueltos en aquella conspiración o asonada encabezada por don Martín Cortés, hijo del conquistador Hernán Cortés y descubierta esta conjura fueron encarcelados los hermanos Avila, juzgados sumariamente y sentenciados a muerte.
El 16 de julio de 1566 montados en cabalgaduras vergonzantes, humillados y vilipendiados, los dos hermanos Avila, Gil y Alonso fueron conducidos al patíbulo en donde fueron degollados. Por órdenes de la Real Audiencia y en mayor castigo a la osadía de los dos Avila, su casa fue destruída y en el solar que quedó se aró la tierra y se sembró con sal.
Durante muchos años y según consta en las actas del muy antiguo convento de la Concepción, que hoy se localizaría en la esquina de Santa María la Redonda y Belisario Domínguez, las monjas enclaustradas en tan lóbrega institución, vinieron sufriendo la presencia de una blanca y espantable figura que en su hábito de monja de esa orden, veían colgada de uno de los arbolitos de durazno que en ese entonces existían. Cada vez que alguna de las novicias o profesas tenían que salir a alguna misión nocturna y cruzaban el patio y jardínes de las celdas interiores, no resistían la tentación de mirarse en las cristalinas aguas de la fuente que en el centro había y entonces ocurría aquello. Tras ellas, balanceándose al soplo ligero de la brisa noctural, veían a aquella novicia pendiente de una soga, con sus ojos salidos de las órbitas y con su lengua como un palmo fuera de los labios retorcidos y resecos; sus manos juntas y sus pies con las puntas de las chinelas apuntando hacia abajo.
Las monjas huían despavoridas clamando a Dios y a las superioras, y cuando llegaba ya la abadesa o la madre tornera que era la más vieja y la más osada, ya aquella horrible visión se había esfumado.
Así, noche a noche y monja tras monja, el fantasma de la novicia colgando del durazno fue motivo de espanto durante muchos años y de nada valieron rezos ni misas ni duras penitencias ni golpes de cilicio para que la visión macabra se alejara de la santa casa, llegando a decir en ese entonces en que aún no se hablaba ni se estudiaban estas cosas, que todo era una visión colectiva, un caso típico de histerismo provocado por el obligado encierro de las religiosas.
Más una cruel verdad se ocultaba en la fantasmal aparición de aquella monja ahorcada, colgada del durazno y se remontaba a muchos años antes, pues debe tenerse en cuenta que elConvento de la Concepción fue el primero en ser construído en la Capital de la Nueva España, (apenas 22 años después de consumada la Conquista y no debe confundirse convento de monjas-mujeres con monasterio de monjes-hombres), y por lo tanto el primero en recibir como novicias a hijas, familiares y conocidas de los conquistadores españoles.
Vivían pues en ese entonces en la esquina que hoy serían las calles de Argentina y Guatemala, precisamente en donde se ubicaba muchos años después una cantina, los hermanos Avila, que eran Gil, Alfonso y doña María a la que por oscuros motivos se inscribió en la historia como doña María de Alvarado.
Pues bien esta doña María que era bonita y de gran prestancia, se enamoró de un tal Arrutia, mestizo de humilde cuna y de incierto origen, quien viendo el profundo enamoramiento que había provocado en doña María trató de convertirla en su esposa para así ganar mujer, fortuna y linaje.
A tales amoríos se opusieron los hermanos Avila, sobre todo el llamado Alonso de Avila, quien llamando una tarde al irrespetuoso y altanero mestizo, le prohibió que anduviese en amoríos con su hermana.
-Nada podeís hacer si ella me ama -dijo cínicamente el tal Arrutia-, pues el corazón de vuestra hermana ha tiempo es mío; podéis oponeros cuanto queráis, que nada lograréis.
Molesto don Alonso de Avila se fue a su casa de la esquina antes dicha y que siglos después se llamara del Relox y Escalerillas respectivamente y habló con su hermano Gil a quien le contó lo sucedido. Gil pensó en matar en un duelo al bellaco que se enfrentaba a ellos, pero don Alonso pensando mejor las cosas, dijo que el tal sujeto era un mestizo despreciable que no podría medirse a espada contra ninguno de los dos y que mejor sería que le dieran un escarmiento. Pensando mejor las cosas decidieron reunir un buen monto de dinero y se lo ofrecieron al mestizo para que se largara para siempre de la capital de la Nueva España, pues con los dineros ofrecidos podría instalarse en otro sitio y poner un negocio lucrativo.
Cuéntase que el metizo aceptó y sin decir adiós a la mujer que había llegado a amarlo tan intensamente, se fue a Veracruz y de allí a otros lugares, dejando transcurrir los meses y dos años, tiempo durante el cual, la desdichada doña María Alvarado sufría, padecía, lloraba y gemía como una sombra por la casa solariega de los hermanos Avila, sus hermanos según dice la historia.
Finalmente, viendo tanto sufrir y llorar a la querida hermana, Gil y Alonso decidieron convencer a doña María para que entrara de novicia a unconvento. Escogieron al de la Concepción y tras de reunir otra fuerte suma como dote, la fueron a enclaustrar diciéndole que el mestizo motivo de su amor y de sus cuitas jamás regresaría a su lado, pues sabían de buena fuente que había muerto.
Sin mucha voluntad doña María entró como novicia al citado convento, en donde comenzó a llevar la triste vida claustral, aunque sin dejar de llorar su pena de amor, recordando al mestizo Arrutia entre rezos, angelus y maitines. Por las noches, en la soledad tremenda de su celda se olvidaba de su amor a Dios, de su fe y de todo y sólo pensaba en aquel mestizo que la había sorbido hasta los tuétanos y sembrado de deseos su corazón.
Al fin, una noche, no pudiendo resistir más esa pasión que era mucho más fuerte que su fe, que opacaba del todo a su religión, decidió matarse ante el silencio del amado de cuyo regreso llegó a saber, pues el mestizo había vuelto a pedir más dinero a los hermanos Avila.
Cogió un cordón y lo trenzó con otro para hacerlo más fuerte, a pesar de que su cuerpo a causa de la pasión y los ayunos se había hecho frágil y pálido. Se hincó ante el crucificado a quien pidió perdón por no poder llegar a desposarse al profesar y se fue a la huerta delconvento y a la fuente.
Ató la cuerda a una de las ramas del durazno y volvió a rezar pidiendo perdón a Dios por lo que iba a hacer y al amado mestizo por abandonarlo en este mundo.
Se lanzó hacia abajo.... Sus pies golpearon el brocal de la fuente.
Y allí quedó basculando, balanceándose como un péndulo blanco, frágil, movido por el viento.
Al día siguiente la madre portera que fue a revisar los gruesos picaportes y herrajes de la puerta del convento, la vio colgando, muerta.
El cuerpo ya tieso de María de Alvarado fue bajado y sepultado ese misma tarde en el cementerio interior del convento y allí pareció terminar aquél drama amoroso.
Sin embargo, un mes después, una de las novicias vió la horrible aparición reflejada en las aguas de la fuente. A esta aparición siguieron otras, hasta que las superiores prohibieron la salida de las monjas a la huerta, después de puesto el sol.
Tal parecía que un terrible sino, el más trágico perseguía a esta familia, vástagos los tres de doña Leonor Alvarado y de don Gil González Benavides, pues ahorcada doña María de Alvarado en la forma que antes queda dicha, sus dos hermanos Gil y Alonso de Avila se vieron envueltos en aquella conspiración o asonada encabezada por don Martín Cortés, hijo del conquistador Hernán Cortés y descubierta esta conjura fueron encarcelados los hermanos Avila, juzgados sumariamente y sentenciados a muerte.
El 16 de julio de 1566 montados en cabalgaduras vergonzantes, humillados y vilipendiados, los dos hermanos Avila, Gil y Alonso fueron conducidos al patíbulo en donde fueron degollados. Por órdenes de la Real Audiencia y en mayor castigo a la osadía de los dos Avila, su casa fue destruída y en el solar que quedó se aró la tierra y se sembró con sal.
lunes, 29 de abril de 2013
LOS MACABROS MORADORES DE LA CASA DE LOS ARCOS
De la época colonial son pocos los
vestigios que quedan en la hoy llamada Avenida Arcos de Belem; si acaso el
templo y el convento de los betlemitas, que después fuera por muchos años la
Escuela Médico Militar.
En nombre del progreso han entrado en los viejos edificios el pico y la pala con su obra devastadora, demoliendo casas llenas de historia y tradición; tal fue el caso del Palacio de Doña Soledad de Castaño y Burgos, dama sobre la cual se aborda una extraordinaria historia y espeluznante leyenda y que, según las crónicas vivió en el año 1642. En aquella época era virrey el duque de Escalona, conocido entre otras cosas por haber dado a su gobierno el aspecto de una ostentosa corte, en la que privaban la corrupción y la intriga.
Mucho se habló de amoríos secretos entre el duque y doña Soledad, que nadie sabía de dónde había obtenido su cuantiosa fortuna, el hecho que la dama en cuestión hacía honor a la época de lujo, derroche y disipación ofreciendo grandes saraos en su palacio de la calle de Analco. Nunca se le vio al virrey asistir a una de esas fiestas, pero si, en cambio se veía sumamente concurrida por cortesanos y nobles que se disputaban una sonrisa ó una mirada de doña Soledad, desde los más jóvenes hasta los más maduros; siempre había riñas entre los caballeros asistentes y para que las cosas no pasaran mayores intervenía la dueña de la casa.
Siempre al terminar una fiesta doña Soledad esperaba a un caballero en su alcoba, en esta ocasión fue don Vicente, pero el afortunado resultó un joven que astutamente había permanecido escondido. Su juvenil corazón empezó a latir furiosamente, al oír que los criados cerraban el portón, y los menudos pasos de la dama por el corredor, salió de su escondite y le habló de lo que los sentimientos que habían despertado en su corazón. Sin embargo, a pesar de mostrarse sorprendida y hasta escandalizar, lo cierto es que a la poco escrupulosa doña Soledad le halagaba en apasionamiento del muchacho; afecta a buscar nuevas experiencias una vez más dio rienda suelta a sus pasiones.
Don Vicente llegaría dos horas después, que traía una llave de una puertecita secreta que la mujer le había dado, pero al querer entrar en la alcoba que según le habían dicho se encontró nada menos que al joven y acto seguido entraron en combate, y sin más el chico lanzó un furioso mandoble sobre el sorprendido don Vicente que apenas pudo esquivar; pero el segundo más diestro y experimentado en el manejo de la espada, pronto cedió el lance en su favor; doña Soledad creyó perdido al mancebo y ofuscada por el miedo se arrojo sobre don Vicente armada de filoso puñal, pero desafortunadamente el caballero cayó hacia delante y accidentalmente atravesó al indefenso joven, ambos cayeron heridos de muerte.
La dama rectificó que nadie se hubiera percatado de los hechos, y acto seguido arrastro el cadáver de don Vicente al otro extremo del corredor donde movió una moldura de la decoración de la pared, ésta cedió dejando ver una escalera que bajaba en medio de la oscuridad, arrojó en seguida el cuerpo inanimado del hombre dando tumbos hasta chocar con una corriente de agua, después hizo lo mismo con el joven. La pared se volvió a cerrar y doña Soledad se dispuso a limpiar cuidadosamente la sangre de piso y muros y a pensar en una historia creíble de las repentinas desapariciones.
Al día siguiente los sirvientes no hicieron preguntas acerca del joven, por lo que la mujer aprovechó esto para diseminar la versión de que se había ido de la casa sin dar aviso alguno y como si nada hubiera pasado siguió con su vida de orgías y disipación; aunque para los habitantes del México Colonial pasaban cosas extrañas en torno a doña Soledad, sus amantes que desaparecían sin dejar rastro, brujería, entre otros rumores. Pero el tío del joven, don Andrés de Calderón y Díaz no se podía quedar tranquilo y decidió averiguar las extrañas actividades de aquella mujer llendo a su casa para hablar también sobre la repentina desaparición de su sobrino. La discusión entre ambos llegó a tal grado, que doña Soledad aprovechó esto para llorar y que aquel hombre que era todo un caballero no podía ver lágrimas en los ojos de una dama sin sentirse conmovido.
Don Andrés estaba a punto de retirarse, cuando la mujer le ofreció alojamiento en su casa, insistiéndole hasta poderlo convencer y nuevamente el caballero se vio desarmado ante ella; pero la oferta de la dama no era de a gratis, ya que esa misma tarde inició sus labores de seducción con una rica comida, decidida a hacer que el señor de Calderón se olvidara de investigar lo que había sido de su sobrino Diego.
Cuando por la noche se retiraron a dormir, don Andrés ya no podía apartarla de su pensamiento, soñando con doña Soledad permaneció largo rato, hasta que de pronto sitió la presencia de alguien más en su habitación, y no precisamente que estuviera vivo; pasado el suceso, el hombre sentía escalofríos y se sirvió un vaso de vino, pero al querer llevárselo a los labios sintió que algo le jalaba el brazo, la impresión que le hizo aquel contacto invisible y helado lo hizo soltar aterrorizado el vaso. Los cabellos se le erizaron y miró asustado a su alrededor, la temperatura comenzó a disminuir y eso lo hizo estremecerse de pies a cabeza, acto seguido la luz de la bujía se apagó y sin embargo, la habitación quedó iluminada por una extraña y lúgubre fosforescencia. El terror había paralizado a don Andrés, pues la silueta que se destacaba en una de las esquinas de la habitación empezó a moverse lentamente hacia él, hasta que se destacó claramente ante sus ojos el rostro de aquella aparición, que conocía muy bien: era su sobrino Diego. El joven pálido y frío le lanzó una tristísima mirada y entreabrió los labios como para decir algo; pero una sombra gigantesca surgió y lo envolvió totalmente, dejando la habitación sumida en la oscuridad; acto seguido entró la seductora doña Soledad alarmad, al verle tembloroso y con el rostro pálido pregúntole que le acontecía, para lo que el hombre le relato aquel sobrenatural suceso.
La astuta mujer se las ingenió para salirse con la suya una vez más, pues don Andrés sucumbió a sus encantos como tantos otros, sin embargo, no por eso se tranquilizó. A la mañana siguiente el día estaba nublado y los corredores de la casa sumamente oscuros; pero cuando el abandonó su cuarto para dirigirse al comedor volvió a experimentar una extraña sensación, pues sentía que varias presencias invisibles y etéreas lo seguían, pero sin volver la cabeza apresuró el paso hasta entrar en el comedor. Sin embargo, cuando más tarde volvió a tener la misma sensación empezó a intrigarse seriamente sobre lo que podría ser; pero mientras más hacía por vencer el miedo y establecer contacto con todos aquellos fantasmas, más parecía impedirlo, ya que la sombra gigantesca que siempre los cubría para hacerlos desaparecer.
Intrigado por estos acontecimientos sobrenaturales, don Andrés decide dar parte a las autoridades del Santo Oficio, aún exponiéndose a que lo acusaran de herejía; pero doña Soledad se entera de sus planes y pone el grito en el cielo, pero al resultarle imposible convencerlo de los contrario, recurre nuevamente a sus armas de seducción para impedirle al preocupado hombre que pusiera en marcha sus propósitos. Finalmente don Andrés quedó convencido de que podía ir al Santo Oficio a la mañana siguiente.
La noche se presentó oscura y desapacible, fuerte vendaval estremecía las copas de los árboles y cimbraba puertas y ventanas de la casa. Mientras tanto, dentro de las casa, el caballero había podido dormirse tal vez por no haberlo hecho bien la noche anterior y la mujer lo contemplaba de una manera muy extraña planeando algo por demás malo; del buró preciosamente tallado que había junto a su cama, extrajo una filosa daga de mango de marfil y acto seguido levantó la mano para descargar un brutal golpe de cuchillo sobre el corazón de don Andrés, pero hubo de soltar la daga casi en seguida, pues sintió que dos manos fuertes y vigorosas le atenazaban el brazo para impedirle todo movimiento; entonces comenzó a sentir que el brazo le ardía de una manera horrible y al escuchar los gritos, se despierta el caballero, quien quiso aliviarla de su dolor y fue cuando advirtió unas manchas enrojecidas en el tornado y blanco brazo de la dama, y don Andrés ayudado por los sirvientes colocó compresas frías en su brazo, pero esto servía de nada porque los dolores eran cada vez más intensos, hasta que finalmente perdió el sentido.
El tío de Diego, dado a los acontecimientos decide ir acto seguido al Santo Oficio a relatar los sucesos. Entre tanto doña Soledad se encontraba en sus aposentos recobrando el sentido y una de sus sirvientas le relata lo que el caballero fue a hacer.
Ante el azoro de la sirvienta, la mujer saltó del lecho y quiso salir de la habitación, la primera quiso detenerla, pero la segunda la apartó con un vigoroso empujón. La dama salió espantada por el corredor, mientras la criada daba desesperadas voces; doña soledad llega al final del corredor y mueve la moldura de la pared se introduce en la puerta que se abrió y en ese preciso momento llegaban don Andrés y el sacerdote, quienes sorprendidos la vieron descender por aquella escalera oscura y lúgubre; optaron por seguirla, la oscuridad era cada vez más impenetrable y el sacerdote encendió el cirio bendito que llevaba.
Doña Soledad se encontraba en el último peldaño de la escalera mirando como hipnotizada las negras aguas que se abrían a sus pies; don Andrés y los sacerdotes contemplaron algo que los dejó de una pieza: de las turbulentas aguas surgió una extraña embarcación con un tétrico remero que se acercó hasta donde se encontraba la mujer y le tendió la mano, ella de manera instintiva retrocedió, pero aquella mano peluda y bestial la aferró fuertemente del brazo haciéndola lanzar un alarido de dolor; en ese momento, de debajo de las aguas surgieron infinidad de espectros y bestias infernales, que la hicieron entrar a la siniestra embarcación y debatiéndose con desesperación entre aquellos entes infernales, doña Soledad se alejó de la orilla a bordo de la lancha remada por el extraño encapuchado.
En sacerdote miró con el rostro desencajado a don Andrés, corroborando el religioso lo que el caballero le había venido a relatar momentos antes.
La casa fue bendecida y se dijeron muchos exorcismos para liberarla de los espíritus infernales, que se creía la habitaban, pero con todo eso, continuaron las pariciones de Diego y otros más, entre los que se reconocieron los antiguos amantes de doña Soledad, y por ese motivo la casa a la que le decían de los Arcos por estar frente a los Arcos de Belem, fue llamada también de los moradores macabros.
Don Diego López Pacheco Cabrera y Bobadilla, Duque de Escalona fue destituido a poco de estos acontecimientos, pues mucho se dijo que en parte fue por haber sido protector de doña Soledad.
La casa quedó abandonada. Don Andrés decidió mandar decir varias misas en sufragio del alma de su sobrino Diego; y siglo y medio después, cuando empezaba a hablarse de las insurrecciones contra España, la casa de los Arcos ó de los habitantes macabros fue demolida, pero al arrasarla encontraron entre el lodo que había en sus cimientos varios esqueletos, para lo cual se dio parte a la Inquisición, pero misteriosamente no dio importancia al hecho, ¿la razón?, quizá porque seguían pensando que aquel lugar era la entrada del infierno, y que los cadáveres encontrados pertenecían a personas codenadas por sus culpas.
En nombre del progreso han entrado en los viejos edificios el pico y la pala con su obra devastadora, demoliendo casas llenas de historia y tradición; tal fue el caso del Palacio de Doña Soledad de Castaño y Burgos, dama sobre la cual se aborda una extraordinaria historia y espeluznante leyenda y que, según las crónicas vivió en el año 1642. En aquella época era virrey el duque de Escalona, conocido entre otras cosas por haber dado a su gobierno el aspecto de una ostentosa corte, en la que privaban la corrupción y la intriga.
Mucho se habló de amoríos secretos entre el duque y doña Soledad, que nadie sabía de dónde había obtenido su cuantiosa fortuna, el hecho que la dama en cuestión hacía honor a la época de lujo, derroche y disipación ofreciendo grandes saraos en su palacio de la calle de Analco. Nunca se le vio al virrey asistir a una de esas fiestas, pero si, en cambio se veía sumamente concurrida por cortesanos y nobles que se disputaban una sonrisa ó una mirada de doña Soledad, desde los más jóvenes hasta los más maduros; siempre había riñas entre los caballeros asistentes y para que las cosas no pasaran mayores intervenía la dueña de la casa.
Siempre al terminar una fiesta doña Soledad esperaba a un caballero en su alcoba, en esta ocasión fue don Vicente, pero el afortunado resultó un joven que astutamente había permanecido escondido. Su juvenil corazón empezó a latir furiosamente, al oír que los criados cerraban el portón, y los menudos pasos de la dama por el corredor, salió de su escondite y le habló de lo que los sentimientos que habían despertado en su corazón. Sin embargo, a pesar de mostrarse sorprendida y hasta escandalizar, lo cierto es que a la poco escrupulosa doña Soledad le halagaba en apasionamiento del muchacho; afecta a buscar nuevas experiencias una vez más dio rienda suelta a sus pasiones.
Don Vicente llegaría dos horas después, que traía una llave de una puertecita secreta que la mujer le había dado, pero al querer entrar en la alcoba que según le habían dicho se encontró nada menos que al joven y acto seguido entraron en combate, y sin más el chico lanzó un furioso mandoble sobre el sorprendido don Vicente que apenas pudo esquivar; pero el segundo más diestro y experimentado en el manejo de la espada, pronto cedió el lance en su favor; doña Soledad creyó perdido al mancebo y ofuscada por el miedo se arrojo sobre don Vicente armada de filoso puñal, pero desafortunadamente el caballero cayó hacia delante y accidentalmente atravesó al indefenso joven, ambos cayeron heridos de muerte.
La dama rectificó que nadie se hubiera percatado de los hechos, y acto seguido arrastro el cadáver de don Vicente al otro extremo del corredor donde movió una moldura de la decoración de la pared, ésta cedió dejando ver una escalera que bajaba en medio de la oscuridad, arrojó en seguida el cuerpo inanimado del hombre dando tumbos hasta chocar con una corriente de agua, después hizo lo mismo con el joven. La pared se volvió a cerrar y doña Soledad se dispuso a limpiar cuidadosamente la sangre de piso y muros y a pensar en una historia creíble de las repentinas desapariciones.
Al día siguiente los sirvientes no hicieron preguntas acerca del joven, por lo que la mujer aprovechó esto para diseminar la versión de que se había ido de la casa sin dar aviso alguno y como si nada hubiera pasado siguió con su vida de orgías y disipación; aunque para los habitantes del México Colonial pasaban cosas extrañas en torno a doña Soledad, sus amantes que desaparecían sin dejar rastro, brujería, entre otros rumores. Pero el tío del joven, don Andrés de Calderón y Díaz no se podía quedar tranquilo y decidió averiguar las extrañas actividades de aquella mujer llendo a su casa para hablar también sobre la repentina desaparición de su sobrino. La discusión entre ambos llegó a tal grado, que doña Soledad aprovechó esto para llorar y que aquel hombre que era todo un caballero no podía ver lágrimas en los ojos de una dama sin sentirse conmovido.
Don Andrés estaba a punto de retirarse, cuando la mujer le ofreció alojamiento en su casa, insistiéndole hasta poderlo convencer y nuevamente el caballero se vio desarmado ante ella; pero la oferta de la dama no era de a gratis, ya que esa misma tarde inició sus labores de seducción con una rica comida, decidida a hacer que el señor de Calderón se olvidara de investigar lo que había sido de su sobrino Diego.
Cuando por la noche se retiraron a dormir, don Andrés ya no podía apartarla de su pensamiento, soñando con doña Soledad permaneció largo rato, hasta que de pronto sitió la presencia de alguien más en su habitación, y no precisamente que estuviera vivo; pasado el suceso, el hombre sentía escalofríos y se sirvió un vaso de vino, pero al querer llevárselo a los labios sintió que algo le jalaba el brazo, la impresión que le hizo aquel contacto invisible y helado lo hizo soltar aterrorizado el vaso. Los cabellos se le erizaron y miró asustado a su alrededor, la temperatura comenzó a disminuir y eso lo hizo estremecerse de pies a cabeza, acto seguido la luz de la bujía se apagó y sin embargo, la habitación quedó iluminada por una extraña y lúgubre fosforescencia. El terror había paralizado a don Andrés, pues la silueta que se destacaba en una de las esquinas de la habitación empezó a moverse lentamente hacia él, hasta que se destacó claramente ante sus ojos el rostro de aquella aparición, que conocía muy bien: era su sobrino Diego. El joven pálido y frío le lanzó una tristísima mirada y entreabrió los labios como para decir algo; pero una sombra gigantesca surgió y lo envolvió totalmente, dejando la habitación sumida en la oscuridad; acto seguido entró la seductora doña Soledad alarmad, al verle tembloroso y con el rostro pálido pregúntole que le acontecía, para lo que el hombre le relato aquel sobrenatural suceso.
La astuta mujer se las ingenió para salirse con la suya una vez más, pues don Andrés sucumbió a sus encantos como tantos otros, sin embargo, no por eso se tranquilizó. A la mañana siguiente el día estaba nublado y los corredores de la casa sumamente oscuros; pero cuando el abandonó su cuarto para dirigirse al comedor volvió a experimentar una extraña sensación, pues sentía que varias presencias invisibles y etéreas lo seguían, pero sin volver la cabeza apresuró el paso hasta entrar en el comedor. Sin embargo, cuando más tarde volvió a tener la misma sensación empezó a intrigarse seriamente sobre lo que podría ser; pero mientras más hacía por vencer el miedo y establecer contacto con todos aquellos fantasmas, más parecía impedirlo, ya que la sombra gigantesca que siempre los cubría para hacerlos desaparecer.
Intrigado por estos acontecimientos sobrenaturales, don Andrés decide dar parte a las autoridades del Santo Oficio, aún exponiéndose a que lo acusaran de herejía; pero doña Soledad se entera de sus planes y pone el grito en el cielo, pero al resultarle imposible convencerlo de los contrario, recurre nuevamente a sus armas de seducción para impedirle al preocupado hombre que pusiera en marcha sus propósitos. Finalmente don Andrés quedó convencido de que podía ir al Santo Oficio a la mañana siguiente.
La noche se presentó oscura y desapacible, fuerte vendaval estremecía las copas de los árboles y cimbraba puertas y ventanas de la casa. Mientras tanto, dentro de las casa, el caballero había podido dormirse tal vez por no haberlo hecho bien la noche anterior y la mujer lo contemplaba de una manera muy extraña planeando algo por demás malo; del buró preciosamente tallado que había junto a su cama, extrajo una filosa daga de mango de marfil y acto seguido levantó la mano para descargar un brutal golpe de cuchillo sobre el corazón de don Andrés, pero hubo de soltar la daga casi en seguida, pues sintió que dos manos fuertes y vigorosas le atenazaban el brazo para impedirle todo movimiento; entonces comenzó a sentir que el brazo le ardía de una manera horrible y al escuchar los gritos, se despierta el caballero, quien quiso aliviarla de su dolor y fue cuando advirtió unas manchas enrojecidas en el tornado y blanco brazo de la dama, y don Andrés ayudado por los sirvientes colocó compresas frías en su brazo, pero esto servía de nada porque los dolores eran cada vez más intensos, hasta que finalmente perdió el sentido.
El tío de Diego, dado a los acontecimientos decide ir acto seguido al Santo Oficio a relatar los sucesos. Entre tanto doña Soledad se encontraba en sus aposentos recobrando el sentido y una de sus sirvientas le relata lo que el caballero fue a hacer.
Ante el azoro de la sirvienta, la mujer saltó del lecho y quiso salir de la habitación, la primera quiso detenerla, pero la segunda la apartó con un vigoroso empujón. La dama salió espantada por el corredor, mientras la criada daba desesperadas voces; doña soledad llega al final del corredor y mueve la moldura de la pared se introduce en la puerta que se abrió y en ese preciso momento llegaban don Andrés y el sacerdote, quienes sorprendidos la vieron descender por aquella escalera oscura y lúgubre; optaron por seguirla, la oscuridad era cada vez más impenetrable y el sacerdote encendió el cirio bendito que llevaba.
Doña Soledad se encontraba en el último peldaño de la escalera mirando como hipnotizada las negras aguas que se abrían a sus pies; don Andrés y los sacerdotes contemplaron algo que los dejó de una pieza: de las turbulentas aguas surgió una extraña embarcación con un tétrico remero que se acercó hasta donde se encontraba la mujer y le tendió la mano, ella de manera instintiva retrocedió, pero aquella mano peluda y bestial la aferró fuertemente del brazo haciéndola lanzar un alarido de dolor; en ese momento, de debajo de las aguas surgieron infinidad de espectros y bestias infernales, que la hicieron entrar a la siniestra embarcación y debatiéndose con desesperación entre aquellos entes infernales, doña Soledad se alejó de la orilla a bordo de la lancha remada por el extraño encapuchado.
En sacerdote miró con el rostro desencajado a don Andrés, corroborando el religioso lo que el caballero le había venido a relatar momentos antes.
La casa fue bendecida y se dijeron muchos exorcismos para liberarla de los espíritus infernales, que se creía la habitaban, pero con todo eso, continuaron las pariciones de Diego y otros más, entre los que se reconocieron los antiguos amantes de doña Soledad, y por ese motivo la casa a la que le decían de los Arcos por estar frente a los Arcos de Belem, fue llamada también de los moradores macabros.
Don Diego López Pacheco Cabrera y Bobadilla, Duque de Escalona fue destituido a poco de estos acontecimientos, pues mucho se dijo que en parte fue por haber sido protector de doña Soledad.
La casa quedó abandonada. Don Andrés decidió mandar decir varias misas en sufragio del alma de su sobrino Diego; y siglo y medio después, cuando empezaba a hablarse de las insurrecciones contra España, la casa de los Arcos ó de los habitantes macabros fue demolida, pero al arrasarla encontraron entre el lodo que había en sus cimientos varios esqueletos, para lo cual se dio parte a la Inquisición, pero misteriosamente no dio importancia al hecho, ¿la razón?, quizá porque seguían pensando que aquel lugar era la entrada del infierno, y que los cadáveres encontrados pertenecían a personas codenadas por sus culpas.
DOÑA FRANCISCA LA EMBRUJADA
Que nadie ose
negar la existencia de poderes diabólicos y sobrenaturales, que se sustentan
del alma y cuerpo humanos, la maldad y hechicería, son hijas del demonio y las
sombras de la noche…
Si, este suceso ocurrido en el siglo XVI, aquí en nuestra capital, nos habla de un caso de hechizo diabólico y perverso; se que algunos de los lectores dudarán de éstos poderes, sin embargo, sépase que en México y en otros países, aún sigue practicándose la hechicería.
Retrocedamos al año 1554, a plena mitad del siglo XVI y veamos en una visión retrospectiva, esta casona y esta calle que llamóse de la Cadena; gobernaba en ese siglo el virrey Don Luis de Velasco I, y ésta casa tenía el número siete, de la que hoy es Venustiano Carranza. Habitaba la casa en cuestión, Doña Felipa Palomares de Heredia, rica viuda de uno de los conquistadores, de quien fuera heredera; pero si Felipa había heredado nombre y fortuna del esposo, también habíale quedado un hijo joven y apuesto, llamado Domingo de Heredia y Palomares, criado con lujo desmedido y cuidados extremos, érase este joven Domingo la adoración y consuelo de la madre, y llevada de su amor maternal, lo cuidaba y mimaba con exceso y siempre le recordaba que ya estaba en edad casadera, que encontrara a una chica que le gustara, que tuviera alcurnia y abolengo, claro, la madre tenía que aprobar a la muchacha.
El joven deseaba en verdad esposa y buscaba con ansias entre las chicas una de la Nueva España; solía reunirse con otros jóvenes también deseosos de casorio y escogían así a las mejores muchachas. Durante varios meses buscó a la chica que le gustase y fuese un buen partido del agrado de la madre, sin hallarla; pero al fin cierta tarde, vio acercarse al templo a una hermosa chiquilla, cuyo nombre y cuna desconocía, sin embargo era de una belleza virginal, que hizo dar vuelcos al corazón del joven Domingo; llena de misticismo y de candor, pasó junto al joven, el cuál lanzó un hondo suspiro. Ella entró a la iglesia y mientras oraba con fervor, el chico la miraba cada vez más cautivado por esa angelical figura; al terminar de orar, ella se acercó a la pila de agua bendita y el le ofreció sus dedos húmedos, emocionado, después, como era la costumbre en ese siglo, el la siguió a prudente distancia, para saber donde vivía, la chica, que al parecer se dio cuenta de que la seguían, no trató de apresurar el paso; entonces ella llegó ante una casa de mediana fábrica, allá por entonces calle Cerrada de Nacatitlán (hoy Novena de Cinco de Febrero); ella sin embrago, volvió sus glaucos ojos hacia el joven y le clavó una mirada que llevaba toda la ternura del mundo.
A partir de entonces, Domingo de Heredia y Palomares, acompañado de un juglar y amigos, comenzó el asedio de la chica, llamada Doña Francisca de Bañuelos y era hija única de padres humildes; al fin una noche escapó entre barrotes y tiestos florecidos una mano trémula que recibió ardiente beso de amor, y noches después, entre suspiros y perfumes de jazmines, unos labios musitaron la declaración de amor.
Más la Colonia era chica y pronto dos lenguas oficiosas fueron con la noticia de estos amores a la madre de Domingo, lo que le contaron a la mujer no le agradó en absoluto, pero más tardaron en marcharse las dos damas informantes, que Doña Felipa en salir rumbo a la casa de Francisca, acto seguido, su mano firme, cruel, golpeó contra el zaguán el pesado aldabón, había en sus golpes furia y decisión; fue las misma muchacha la que abrió el zaguán, su sorpresa no tuvo límites, pues conocía ya a la furiosas dama; la joven invitó a pasar a la mujer a su casa, como la noto indecisa le repitió la invitación, entonces empezó a hablar, comunicándole no volviera a ver a Domingo, pues ella era una plebeya sin nombre ni fortuna y que su hijo la iba obedecer sin reclamos; en ese momento apreció el joven y ante el asombro de Felipa que jamás había visto a su hijo en tal actitud, el joven defendió su amor y autonomía; furiosa la madre se fue, mientras los dos jóvenes ratificaban su amor y sus deseos de casarse. Pero cuanto más mostraba su decisión por casarse con Francisca, Doña Felipa sufría más y más, llenando su dolor con lágrimas amargas; en su loca desesperación por evitar la boda de su hijo, Doña Felipa supo la existencia de una bruja tan poderosa como temida y fue a verla, ansiosa por lograr por medio de siniestros maleficios, el alejamiento de los enamorados, se apresuró a buscar a la bruja en su jacal, la hechicera la recibió como si supiera a que iba la dama, ésta le explicó su caso a aquella mujer, la segunda le prometió para tenerle la solución para el jueves y la angustiada Felipa le pagaría con largueza.
Esa misma noche, Domingo y su madre tuvieron otra discusión, con respecto a la decisión de el de casarse con Francisca, pidiéndole aguardar hasta el viernes.
La noche del jueves Doña Felipa fue en busca de la bruja, que le reveló un plan siniestro y de venganza, el cual consistía en que ambos jóvenes se casaran y después darle un diabólico presente a Francisca, que la iría matando poco a poco. ¿Quieres saber que es? Entonces, sigue leyendo.
Aún sin salir de su incredulidad los jóvenes estos se casaron y fueron recibidos muy bien por Doña Felipa; pronto se dieron cuenta de que si la chica no era de linaje, su belleza y dones espirituales sobrepasaban cualquier deseo. A esas mismas horas en la laguna de Macuitlapilco, la bruja celebrará un diabólico rito con un ánade (una especie de patito); y la bruja degolló más patos, hasta contar siete y con su sangre se embijó el rostro mientras continuaba su invocación a Satanás. Tres días después, cuando todo era dicha y felicidad entre los recién casados, se presentó muy amable Doña Felipa, la cuál le dio aquel presente a Felipa, que era un cojín de plumas muy bonito, relleno de aquellas plumas de pato embrujadas; desde esa noche, el cojín de terciopelo fue la almohada donde reposaba su cabeza la ingenua Francisca, pero he aquí que desde le día siguiente, la joven se levantó de la cama con un extraño malestar: dolo de cabeza, mareos. En efecto, corrieron ante Doña Felipa, a quien le contaron el extraño malestar con que había amanecido la hermosa recién casada; pero ni cuidados ni descansos fueron suficientes, día con día se sentía Francisca desmejorada y pálida, de fresca y lozana habíase tornado paliducha y débil y su alegría había desaparecido para dar paso a una honda tristeza; pero a medida que pasaron los días, la muchacha se sentía peor, ya su rostro desencajado era cadavérico, Y Domingo viendo el estado de su esposa llamó al médico, que desde luego examinó a la enferma, para rendir un diagnóstico, que no fue nada bueno, pues la pobre mujer presentaba el aspecto de los presos de las galeras y mazmorras. Los temores de Francisca no fueron infundados, antes de deis meses había muerto víctima de aquel extraño mal; una vez enterrada Domingo se encerró en su alcoba durante días y días, apenas si comía lo que tomaba de la cocina por las noches y se negó por mucho tiempo a dejar entrar a su ,madre que fingidamente trataba de consolarle, sin embargo su desgracia del joven por las noches le pesaba enormemente regando el lecho de su amado con su llano; e hizo entonces un santuario en su alcoba y besó los lugares que ella tocaba y durmió sobre su cojín de terciopelo rojo.
Al fin, una de esas noches Domingo se despertó sobresaltado, al sentir la presencia de algo sobrenatural junto a su lecho; surgió entonces de entre las sombras dela alcoba, la visión más horrenda que pudieran contemplar ojos humanos: era Doña Francisca descarnada, que había venido de ultratumba a advertirle del cojín embrujado, el cuál provocó su muerte, chupándole la sangre poco a poco, hasta llevarla a la tumba, y que las autoras del crimen habían sido su madre y la bruja.
Antes de que el horrible fantasma se diluyera entre las sombras, Domingo le hizo un juramento, que era vengar su muerte; entonces, el muchacho salió a hurtadillas de la casa y se dirigió a hacer la denuncia ante el Santo Oficio, que esa misma tarde se presentó a la casa; de un tajo fue roto el cojín de terciopelo rojo, cayendo al suelo extrañas plumas de ánade, lo espantoso fue que, a la hora de oprimir el cañón de las plumas, se escapó un líquido rojo, que era sangre humana, de aquella victima, Francisca de Bañuelos. Y al ver las plumas caídas en el suelo, se comprobó que se movían como sierpes (víboras), como impulsadas por una satánica fuerza, furioso, piso aquellas plumas Domingo, hasta que la sangre que contenían formó extenso charco. Tratando de hallar piedad en su acto criminal, Doña Felipa cayó de rodillas ante el fraile.
Sometida a torturas crueles, Doña reveló el sitio donde se hallaba la bruja, de allí la sacó el Santo Oficio; cabe decir que, aunque establecido el Tribunal de la Fe, hasta 1571, los castigos contra brujas y herejía se practicaban ya en Nueva España, y que estos juicios se celebraban en forma rápida y expedita; los acusados eran encarcelados tras el juicio y después conducidos a la horca ó la quema. En un juicio sumario, se condenó a ambas mujeres a morir quemadas en la entonces Plaza de Santo Domingo; Doña Felipa de Heredia y la bruja, cuyo nombre real jamás se supo, fueron atadas a los postes, y según rezaba la sentencia, fueron quemadas en leña verde, para después esparcir sus cenizas a los vientos diabólicos de la noche.
Durante algunos mese Domingo de Hurtado y Palomares se encerró en su casona rumiando su tristeza, tal vez su arrepentimiento; la gente y el mismo se señalaba como el delator de su madre y el responsable de su horrible y vergonzante muerte.
No volvió a saberse nada sobre Domingo, aunque algunos aseguran se marchó a España, llevándose consigo pena y fortuna.
Si, este suceso ocurrido en el siglo XVI, aquí en nuestra capital, nos habla de un caso de hechizo diabólico y perverso; se que algunos de los lectores dudarán de éstos poderes, sin embargo, sépase que en México y en otros países, aún sigue practicándose la hechicería.
Retrocedamos al año 1554, a plena mitad del siglo XVI y veamos en una visión retrospectiva, esta casona y esta calle que llamóse de la Cadena; gobernaba en ese siglo el virrey Don Luis de Velasco I, y ésta casa tenía el número siete, de la que hoy es Venustiano Carranza. Habitaba la casa en cuestión, Doña Felipa Palomares de Heredia, rica viuda de uno de los conquistadores, de quien fuera heredera; pero si Felipa había heredado nombre y fortuna del esposo, también habíale quedado un hijo joven y apuesto, llamado Domingo de Heredia y Palomares, criado con lujo desmedido y cuidados extremos, érase este joven Domingo la adoración y consuelo de la madre, y llevada de su amor maternal, lo cuidaba y mimaba con exceso y siempre le recordaba que ya estaba en edad casadera, que encontrara a una chica que le gustara, que tuviera alcurnia y abolengo, claro, la madre tenía que aprobar a la muchacha.
El joven deseaba en verdad esposa y buscaba con ansias entre las chicas una de la Nueva España; solía reunirse con otros jóvenes también deseosos de casorio y escogían así a las mejores muchachas. Durante varios meses buscó a la chica que le gustase y fuese un buen partido del agrado de la madre, sin hallarla; pero al fin cierta tarde, vio acercarse al templo a una hermosa chiquilla, cuyo nombre y cuna desconocía, sin embargo era de una belleza virginal, que hizo dar vuelcos al corazón del joven Domingo; llena de misticismo y de candor, pasó junto al joven, el cuál lanzó un hondo suspiro. Ella entró a la iglesia y mientras oraba con fervor, el chico la miraba cada vez más cautivado por esa angelical figura; al terminar de orar, ella se acercó a la pila de agua bendita y el le ofreció sus dedos húmedos, emocionado, después, como era la costumbre en ese siglo, el la siguió a prudente distancia, para saber donde vivía, la chica, que al parecer se dio cuenta de que la seguían, no trató de apresurar el paso; entonces ella llegó ante una casa de mediana fábrica, allá por entonces calle Cerrada de Nacatitlán (hoy Novena de Cinco de Febrero); ella sin embrago, volvió sus glaucos ojos hacia el joven y le clavó una mirada que llevaba toda la ternura del mundo.
A partir de entonces, Domingo de Heredia y Palomares, acompañado de un juglar y amigos, comenzó el asedio de la chica, llamada Doña Francisca de Bañuelos y era hija única de padres humildes; al fin una noche escapó entre barrotes y tiestos florecidos una mano trémula que recibió ardiente beso de amor, y noches después, entre suspiros y perfumes de jazmines, unos labios musitaron la declaración de amor.
Más la Colonia era chica y pronto dos lenguas oficiosas fueron con la noticia de estos amores a la madre de Domingo, lo que le contaron a la mujer no le agradó en absoluto, pero más tardaron en marcharse las dos damas informantes, que Doña Felipa en salir rumbo a la casa de Francisca, acto seguido, su mano firme, cruel, golpeó contra el zaguán el pesado aldabón, había en sus golpes furia y decisión; fue las misma muchacha la que abrió el zaguán, su sorpresa no tuvo límites, pues conocía ya a la furiosas dama; la joven invitó a pasar a la mujer a su casa, como la noto indecisa le repitió la invitación, entonces empezó a hablar, comunicándole no volviera a ver a Domingo, pues ella era una plebeya sin nombre ni fortuna y que su hijo la iba obedecer sin reclamos; en ese momento apreció el joven y ante el asombro de Felipa que jamás había visto a su hijo en tal actitud, el joven defendió su amor y autonomía; furiosa la madre se fue, mientras los dos jóvenes ratificaban su amor y sus deseos de casarse. Pero cuanto más mostraba su decisión por casarse con Francisca, Doña Felipa sufría más y más, llenando su dolor con lágrimas amargas; en su loca desesperación por evitar la boda de su hijo, Doña Felipa supo la existencia de una bruja tan poderosa como temida y fue a verla, ansiosa por lograr por medio de siniestros maleficios, el alejamiento de los enamorados, se apresuró a buscar a la bruja en su jacal, la hechicera la recibió como si supiera a que iba la dama, ésta le explicó su caso a aquella mujer, la segunda le prometió para tenerle la solución para el jueves y la angustiada Felipa le pagaría con largueza.
Esa misma noche, Domingo y su madre tuvieron otra discusión, con respecto a la decisión de el de casarse con Francisca, pidiéndole aguardar hasta el viernes.
La noche del jueves Doña Felipa fue en busca de la bruja, que le reveló un plan siniestro y de venganza, el cual consistía en que ambos jóvenes se casaran y después darle un diabólico presente a Francisca, que la iría matando poco a poco. ¿Quieres saber que es? Entonces, sigue leyendo.
Aún sin salir de su incredulidad los jóvenes estos se casaron y fueron recibidos muy bien por Doña Felipa; pronto se dieron cuenta de que si la chica no era de linaje, su belleza y dones espirituales sobrepasaban cualquier deseo. A esas mismas horas en la laguna de Macuitlapilco, la bruja celebrará un diabólico rito con un ánade (una especie de patito); y la bruja degolló más patos, hasta contar siete y con su sangre se embijó el rostro mientras continuaba su invocación a Satanás. Tres días después, cuando todo era dicha y felicidad entre los recién casados, se presentó muy amable Doña Felipa, la cuál le dio aquel presente a Felipa, que era un cojín de plumas muy bonito, relleno de aquellas plumas de pato embrujadas; desde esa noche, el cojín de terciopelo fue la almohada donde reposaba su cabeza la ingenua Francisca, pero he aquí que desde le día siguiente, la joven se levantó de la cama con un extraño malestar: dolo de cabeza, mareos. En efecto, corrieron ante Doña Felipa, a quien le contaron el extraño malestar con que había amanecido la hermosa recién casada; pero ni cuidados ni descansos fueron suficientes, día con día se sentía Francisca desmejorada y pálida, de fresca y lozana habíase tornado paliducha y débil y su alegría había desaparecido para dar paso a una honda tristeza; pero a medida que pasaron los días, la muchacha se sentía peor, ya su rostro desencajado era cadavérico, Y Domingo viendo el estado de su esposa llamó al médico, que desde luego examinó a la enferma, para rendir un diagnóstico, que no fue nada bueno, pues la pobre mujer presentaba el aspecto de los presos de las galeras y mazmorras. Los temores de Francisca no fueron infundados, antes de deis meses había muerto víctima de aquel extraño mal; una vez enterrada Domingo se encerró en su alcoba durante días y días, apenas si comía lo que tomaba de la cocina por las noches y se negó por mucho tiempo a dejar entrar a su ,madre que fingidamente trataba de consolarle, sin embargo su desgracia del joven por las noches le pesaba enormemente regando el lecho de su amado con su llano; e hizo entonces un santuario en su alcoba y besó los lugares que ella tocaba y durmió sobre su cojín de terciopelo rojo.
Al fin, una de esas noches Domingo se despertó sobresaltado, al sentir la presencia de algo sobrenatural junto a su lecho; surgió entonces de entre las sombras dela alcoba, la visión más horrenda que pudieran contemplar ojos humanos: era Doña Francisca descarnada, que había venido de ultratumba a advertirle del cojín embrujado, el cuál provocó su muerte, chupándole la sangre poco a poco, hasta llevarla a la tumba, y que las autoras del crimen habían sido su madre y la bruja.
Antes de que el horrible fantasma se diluyera entre las sombras, Domingo le hizo un juramento, que era vengar su muerte; entonces, el muchacho salió a hurtadillas de la casa y se dirigió a hacer la denuncia ante el Santo Oficio, que esa misma tarde se presentó a la casa; de un tajo fue roto el cojín de terciopelo rojo, cayendo al suelo extrañas plumas de ánade, lo espantoso fue que, a la hora de oprimir el cañón de las plumas, se escapó un líquido rojo, que era sangre humana, de aquella victima, Francisca de Bañuelos. Y al ver las plumas caídas en el suelo, se comprobó que se movían como sierpes (víboras), como impulsadas por una satánica fuerza, furioso, piso aquellas plumas Domingo, hasta que la sangre que contenían formó extenso charco. Tratando de hallar piedad en su acto criminal, Doña Felipa cayó de rodillas ante el fraile.
Sometida a torturas crueles, Doña reveló el sitio donde se hallaba la bruja, de allí la sacó el Santo Oficio; cabe decir que, aunque establecido el Tribunal de la Fe, hasta 1571, los castigos contra brujas y herejía se practicaban ya en Nueva España, y que estos juicios se celebraban en forma rápida y expedita; los acusados eran encarcelados tras el juicio y después conducidos a la horca ó la quema. En un juicio sumario, se condenó a ambas mujeres a morir quemadas en la entonces Plaza de Santo Domingo; Doña Felipa de Heredia y la bruja, cuyo nombre real jamás se supo, fueron atadas a los postes, y según rezaba la sentencia, fueron quemadas en leña verde, para después esparcir sus cenizas a los vientos diabólicos de la noche.
Durante algunos mese Domingo de Hurtado y Palomares se encerró en su casona rumiando su tristeza, tal vez su arrepentimiento; la gente y el mismo se señalaba como el delator de su madre y el responsable de su horrible y vergonzante muerte.
No volvió a saberse nada sobre Domingo, aunque algunos aseguran se marchó a España, llevándose consigo pena y fortuna.
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