jueves, 2 de mayo de 2013

LA ESPADA QUE ARDE

En los últimos años del gobierno de Don Martín de Zavala, muerto en 1664, hubo fuertes alzamientos de los indios. Los de la parte norte de Cerralvo hasta la ribera del Río Bravo, eran los más hostiles. Daban el albazo en los lugares indefensos y los dejaban sin caballos ni ganado. Al fin de aplacarlos se organizaban compañias que salían a perseguirlos. Con ese propósito fue improvisada una que salió de Cerralvo por el rumbo del Alamo, a cargo del capitán Alonso de León.
Empezó a lloviznar y los soldados hicieron alto en el lugar más conveniente para pasar la noche. Conforme a las reglas de la milicia fueron designados los que habían de velar por los turnos.
Tocó al soldado Felipe de la Fuente, mestizo, formar parte de la guardia “de prima”. Así él como sus compañeros estuvieron al pendiente del menor movimiento que se sintiera entre le chaparral. Muchas veces los alarmó el paso fugaz de un venado, o el de un coyote. Otras, el cantod e algún ave nocturna, teniendo que discernir si lo era en realidad o si se trataba de los indios, que solían imitarlo a la perfección.
Pero esa noche hubo otro inusitado motivo de alarma. La espada de Felipe de la Fuente, que traía en la cinta, desenvainada, “comenzo a arder”. La hoja “se fue poniendo colorada desde la punta en adelante, en la forma como cuando los herreros sacan de la fragua algún hierro para batir el yunque”.
En la oscuridad de la noche, la luz de la espada ardiente se hacía más intensa. En vano el mismo soldado y sus azorados compañeros intentaban apagarla entre los dobleces de sus capotes, húmedos por la llovizna.
Lo que más les maravillaba era que no desaparecía el color del fuego y que, en cambio, el acero estuviera completamente frío.
El extraño suceso, relatado por el cronista Juan Bautista Chapa, duró “por espacio de casi una hora”. Los soldados que hacían la vela y los que despertaron el ruido producido en los intentos de apagarla, comentaron, como testigos, emitiendo encontradas opiniones.
El mismo cronista averiguó más tarde que la espada había pertenecido al difunto gobernador Martín de Zavala, discurriendo que pudo haber sucedido lo que sucedio por haberla traído “el soldado más íntimo de la compañia” y porque “se debía haber hecho más estimación de ella”.

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