miércoles, 1 de mayo de 2013

LA INCESTUOSA CASA DE LOS RUVALCABA

Horrendo en el relato de lo ocurrido en una casona que aún hoy levanta sus viejos muros en la que conocemos por la calle de Uruguay número 92. Se tratan de hechos monstruosos que dieron fama siniestra a la casa de los Ruvalcaba, allá en el primer cuarto del siglo XVII.

Allá por el año de 1628, es decir durante la primea cuarta parte del siglo XVII, piratas holandeses habían desembarcado en el puerto de Acapulco, muchas familias hispanas huyeron a las selvas escondiendo sus tesoros e hijas; si embargo, los piratas al mando del audaz capitán Spilberg se marcharon sin causar daño, tomaron víveres, vinos, frutas e hicieron agua dulce y se marcharon en paz. Por esos mismos días, por el canal de las Bahamas, merodeaba otro pirata sanguinario llamado Pedro Hein, este andaba en pos de naves españolas y portuguesas para arrebatarles sus tesoros; el pirata llevaba diestros artilleros y pesados cañones en ambas bandas así, el 19 de septiembre los piratas se apoderaron de una nave española que llevaba doce millones de pesos fuertes.

Por ese tiempo era virrey en Nueva España don Rodrigo Pacheco y Osorio, Marqués de Cerralvo, y todos los habitantes estaban preocupados por la presencia y hazañas de los piratas. En aquellos días vivía en la calle que se llamó de Ortega, de Tiburcio, San Agustín, de don Juan Manuel, Balvanera, San Román, Puerta Falsa de la Merced, Santiaguito y que hoy conocemos por Uruguay, un riquísimo anciano llamado don Servando de Sáenz y Ruvalcaba, quien era dueño de dos minas de oro y una de plata, cuyas vetas producían más cada día, y cuanto más tenía más avaro se hacía y su sed de atesoramiento también, evitaba el pago de diezmos y eludía llevar su metal a la Casa del Apartado. El anciano era viudo y tenía dos hijos: Manuel de 26 años y Paz de 19, pero a pesar de su abundante riqueza no les compraba nada de ropa, la poca que tenían eran casi harapos, apenas les daba de comer y no tenían criados.

Don Servando, teniendo conocimiento de los piratas que acechaban los océanos y el solo hecho de pensar en que su fortuna fuera robada, se dio a la tarea de una intensa actividad; preparó una mezcla y había comprado varios cientos de ladrillos de barro cocido, piedra y tezontle, llevó argamasa, materiales y herramientas hasta el interior de su recámara y pese a su avanzada edad y a su escaso conocimiento de albañilería, comenzó a levantar un muro.

Varias semanas después, una carreta entraba a la capital de Nueva España, al peso de la madrugada nadie osaba curiosear; el vehículo de tracción animal se detuvo ante la casa de don Servando y el caballero llamó a la puerta dando tres golpes como señal; el anciano salió a indagar quien llamaba, después con gran sigilo empezaron a descargar la preciada carga de la carreta, que eran nada menos que lingotes de oro y plata, que iba anotando meticulosamente en una libreta. Después de algunas horas de trabajo lograron descargar todos los lingotes del carromato y al poco tiempo fueron obligados a salir de la casa.

Casi al alba, don Servando había logrado meter a su recámara todos los lingotes del metal recibidos la noche anterior y después abría un cuarto secreto, el mismo que construyera en el fondo de su alcoba y en una tercera maniobra los guardaba en un cuarto secreto junto con el resto de lo que ya tenía. Concluido su trabajo, se retiró a dormir vigilando su valioso tesoro.

Al medio día llegó Pelayo, que era su administrador para recibir órdenes de trabajo; después de haber terminado sus labores, por órdenes de su patrón le comentó que muchos mancebos deseaban pedirle en matrimonio a su hija, al escucha tal cosa, el anciano se levantó furioso, como si lo hubieran movido al impulso de un resorte alegando que jamás daría en matrimonio a su hija. Esa noche don Servando tuvo horribles sueños de que sanguinarios piratas lo atacaban para despojarlo de su incalculable tesoro y que uno de esos feroces piratas se robaba a su hija Paz; el anciano despertó de tan tremendo sueño gritando desesperado y tardó tiempo para volver a la realidad y comprobar que todo había sido un mal sueño. El resto de la noche ya no pudo dormir pensando en su hija, en su tesoro y en todo; ya para el amanecer su mente enferma había ideado un plan incestuoso y perverso, en cuanto se levantó mando llamar a sus dos hijos y dijo que para que un aventurero no se hiciera de su fortuna debían casarse entre ambos. Los hermanos quedaron mudos unos momentos, estupefactos, incrédulos ante aquella orden y esta vez Paz rompió el silencio diciendo que eso que planeaba era horrible, después la secundó su hermano tachando de monstruoso ese casamiento.

Don Servando al ver que los muchachos se negaban les dio tres días para “recapacitar”, mientras se cumplía el plazo a cada uno los encerró en su alcoba teniéndolos a pan y agua; si pasado ese tiempo se seguían negando los dejaría morir de hambre.

Estaban por completarse los tres días de castigo a pan y agua de los muchachos, cuando recibió la visita urgente de don Pelayo , su administrador para darle la terrible noticia de que una de las minas se había derrumbado debido a las torrenciales lluvias y amenazaba con inundarse; muchos hombres habían muerto (claro, eso no le importaba a don Servando). Una hora después el viejo cerraba precipitadamente su casa con las más fuertes cerraduras y cadenas que había y sin preocuparle nada más que su querida mina ordenó a su administrador partir en el acto.

El anciano se dedicó en cuerpo y alma a la titánica tarea de despejar la mina de derrumbes y cadáveres sin importarle la lluvia dirigía los trabajos de desagüe del mineral, el cuál duró varios días con la consecuencia de que don Servando cayera gravemente enfermo y ante la imposibilidad de trasladarlo a la capital don Pelayo lo atendió en su casa.

Tres meses después ya aliviado completamente, el anciano regresó a la capital y lo primero que hizo fue corroborar que las cerraduras estuvieran intactas, después fue al cuarto secreto donde guardaba sus lingotes de oro y plata y por último fue a abrir la puerta de cada cuarto de sus hijos; encontró a ambos muertos, descarnados, en una posición de angustia sobre el suelo, los pobres desdichados habían muerto de sed y hambre y las larvas se los habían comido, quedando solo horripilantes despojos y evidencia de una terrible agonía. El cruel avaro, lejos de condolerse por la muerte de sus hijos estalló en risotadas pues así ya no iba a tener que gastar en ellos un centavo; nada había más importante para el viejo que su tesoro, casi perdiendo el juicio colocó los esqueletos de sus hijos a la mesa y fingía hablar con ellos, convivir. Don Servando era tan miserable que cocía un caldo a base de hueso de jamón que le duraba ¡meses! y lo acompañaba con vino.

Una de las minas aumentaba su producción, así del mismo modo la codicia del anciano y su locura; una noche en vez de recibir ochenta quintales recibió la nada despreciable cantidad de doscientos once, mucho más oro que nunca la pila del preciado metal iba en aumento.

Un día de pronto la casa quedó en silencio, pasaron los meses y don Pelayo temiendo una desgracia fue a buscar la ayuda de la justicia; llegaron al lugar llamando a la puerta sin obtener respuesta, entonces todos entraron respirando una aire tétrico a humedad y abandono y de pronto los soldados hicieron el macabro descubrimiento de los muchachos muertos sentados a la mesa. A los despojos se les dio sepultura, pero de don Servando nunca se supo nada, pasaron los años y la casa se convirtió en ruinas.

En la segunda mitad del siglo XVII se funda el mayorazgo de los Cortina y esta familia compra la casona; en 1725 doña María Ana de Gómez de la Cortina hereda el condado de su apellido y casa con primo Vicente y aunque son dueños de inmensa fortuna y el mayorazgo, un golpe de suerte los hace todavía todavía más ricos, pues al derribar la puerta secreta hallan la fabulosa fortuna y el esqueleto de don Servando, que murió sepultado por su querido oro.

Esto es lo que sucedió en esta casa, que hoy podemos ver con el número 92 de las calles de Uruguay y hasta la fecha se le conoce como Palacio de los Condes de la Cortina y de la macabra leyenda no queda sino el terror y un amargo recuerdo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario