martes, 24 de septiembre de 2013
LAS LEYENDAS DE SEMANA SANTA
NUESTROS ANSESTROS EN SUS EPOCAS DECIAN QUE EN SEMANA SANTA NO PODIAN BAÑARSE EN EL MAR PORQUE SE CONVERTIAN EN PESCADO TAMBIEN QUE NO PODIAN SALIR MAS AYA DE LAS DOCE PORQUE DICEN QUE EN SEMANA SANTA SATANAS ANDA SUELTO Y POR ESO TODOS ANDABAN CON SU ROSARIO RESANDO HABIA PERSONAS QUE APARECIAN MUERTAS EN LOS MONTES CON UNA BOTELLA DE ALCHOL EN SUS MANOS Y SIN NINGUN RASTRO DE SANGRE PORQUE DECIAN QUE SATANAS SE LLEVABA SUS ALMAS .
LAS SIETE CABAÑAS
SE CUENTA EN UNA LEYENDA QUE EN SIETE MONTAÑAS DEL MUNDO EXISTEN SIETE CABAÑAS DONDE PARA LLEGAR A ELLAS TIENES QUE RECORER UN LAVERINTO YA QUE CADA UNA TIENE UN GUARDIA QUE TRATA DE ENGAÑARTE PARA QUE NO LLEGES A LA CABAÑA SE CUENTA QUE SI TU LLEGAS A LLEGAR A LAS CABAÑAS CAES EN UNA MALDICION QUE PIERDES LA MEMORIA Y TE VUELVES LOCO YA QUE MUCHAS PERSONAS QUE YEGAN A ESAS MONTAÑAS VUELVEN LOCAS DICEN QUE HAY UNA BRUJA QUE TE QUITA LAS ENERGIAS DE TU CUERPO Y TUS DEFENSAS QUEDAN ABIERTAS DE FORMA QUE SE LE METE UN ESPIRITU AL CUERPO QUE NO DEJA QUE EL SEREBRO FUNCIONE BIEN Y EN OCACIONES YEGAN ASTA SUICIDARSE PORQUE SUFREN DEMASIADO Y NO SOPORTAN .
LA FLOR DEL MAS AYA
SE DICE QUE EN LOS ALTOS DE LAS MONTAÑAS SE ENCUENTRA UNA FLOR MUY BELLA QUE SON POCOS QUE LA ENCUENTRAN PORQUE SE DICE QUE LAS PROTEGE UN SEÑOR DE EDAD QUE ISO PACTO CON EL MAS AYA ESE FLOR SUELE TENER UN PODER DE VER LO BUENO Y LO MALO QUE VA A PASAR PERO TIENES QUE ERBIRLA Y COMERTELA SE DICE QUE ESAS FLORES SON MUY POCAS EN EL MUNDO PERO LAS PERSONAS QUE LAS AN COMIDO NO TIENEN UNA BUENA VIDA YA QUE VEN ASTA LOS MUERTOS QUE RONDAN POR LAS CALLES
miércoles, 15 de mayo de 2013
LA DAMA DEL PUENTE
Se dice que hace mucho tiempo hubo
un accidente muy trágico donde habían dos chicos y una chica entonces tenían mucho alcohol en su
cuerpo entonces justo en el momento de
pasar por el puente comienzan las
discusiones y a la chica le parten la cabeza y la dejan inconsciente entonces se estrellaron y cayeron al rio
entonces los dos chicos pudieron salir con vida pero a la chica nuca se la encontró.
Hoy en día se dice que cuando tú pasas por ese puente se te aparece una chica que te dice que la lleves pero nadie la recogía.
Pero un día eso cambio y un señor la recogió y le dijo ben súbete cuando al día siguiente
nunca más se supo del señor.
Se dice que los ahoga y los deja en el rio
viernes, 3 de mayo de 2013
LEYENDA DE LA CASA QUE SE UNDIO
una ves en un pueblo muy pequeño que se llama 24 de mayo o sucre habia una, la unica casa grande en ese pueblo y tenian muchos trabajadores pero de todos esos trabajadores habia uno en especial que era muy pobre y tenia que hacer muchisimo trabajar muy duro y un dia llegan los dueños de la casa y el queria que le dieran el sueldo del mes porque tenia que comprar para la comida de su casa ya que de ese sueldo se mantenia su familia en pie y el se lo pidio y le dijo.
-patron no lo disculpo pero le estoy pidiendo el sueldo que me debe - le dijo el señor
-no molestes viejo pobre despues te lo dare - le dijo el dueño de la casa
y el señor se fue a seguir trabajando llegaron las ocho de la noche y el señor ya se tenia que ir , la casa del señor era muy lejos de ai y se tenia que ir caminando ,el señor se durmio reso y le dijo a Dios que le ayude con el trabajo .
el señor tenia dos niñas el señor cojio sus cosas y se fue con sus hijas al trabajo por que ellas querian ir cuando llegaron el señor les dijo que se queden quieta y se siente ai calladas entonces ellas no hicieron caso y entraron a la casa era muy grande y justo cuando entran se encuentran con la hija de los dueños y las vio y les dijo:
-que hacen aqui en una casa de ricos ustedes la gente pobre largense yo soy una niña rica y tengo mucho dinero y siempre lo tendre llamare a mi papa-los fue a llamar y lo votaron del trabajo al señor pobre el cojio a sus hijas y se fue llego a su casa y reso y le dijo a Dios que porfavor le de trabajo .
al siguiente dia se entero que su casa se habia undido y fueron haber que habia pasado y no habia ninguna casa lo que habia era un lago grande entraron a buscar que habia adentro y encontraron oro alfondo del lago y el señor lo cojio y se fue a su casa cuando estaba durmiendo el se levanto y oyo que le gritaban "perdonnnnn perdonnnn " el fue al lago y devolvio el oro .
llego de nuevo a su casa pasaron cuatro dias y ya no se escuchava nada pero dice que el que coja ese oro se lo llevaran y siempre lo persequiran las almas de los muertos
-patron no lo disculpo pero le estoy pidiendo el sueldo que me debe - le dijo el señor
-no molestes viejo pobre despues te lo dare - le dijo el dueño de la casa
y el señor se fue a seguir trabajando llegaron las ocho de la noche y el señor ya se tenia que ir , la casa del señor era muy lejos de ai y se tenia que ir caminando ,el señor se durmio reso y le dijo a Dios que le ayude con el trabajo .
el señor tenia dos niñas el señor cojio sus cosas y se fue con sus hijas al trabajo por que ellas querian ir cuando llegaron el señor les dijo que se queden quieta y se siente ai calladas entonces ellas no hicieron caso y entraron a la casa era muy grande y justo cuando entran se encuentran con la hija de los dueños y las vio y les dijo:
-que hacen aqui en una casa de ricos ustedes la gente pobre largense yo soy una niña rica y tengo mucho dinero y siempre lo tendre llamare a mi papa-los fue a llamar y lo votaron del trabajo al señor pobre el cojio a sus hijas y se fue llego a su casa y reso y le dijo a Dios que porfavor le de trabajo .
al siguiente dia se entero que su casa se habia undido y fueron haber que habia pasado y no habia ninguna casa lo que habia era un lago grande entraron a buscar que habia adentro y encontraron oro alfondo del lago y el señor lo cojio y se fue a su casa cuando estaba durmiendo el se levanto y oyo que le gritaban "perdonnnnn perdonnnn " el fue al lago y devolvio el oro .
llego de nuevo a su casa pasaron cuatro dias y ya no se escuchava nada pero dice que el que coja ese oro se lo llevaran y siempre lo persequiran las almas de los muertos
jueves, 2 de mayo de 2013
UN NUEVO SANSON EN EL NOR OESTE
No cabe duda que en los dos primeros siglos fue el Nuevo Reino de León tierra de frontera.
El gobernador Luis de Carvajal, en sus frecuentes ausencias de la ciudad de León, actual Cerralvo, dejaba a alguien ejerciendo justicia. Sin embargo, imperaba la ley del más fuerte.
Cuenta Alonso de León en su crónica, que un indio tuvo un enfrentamiento con el capitán Lucas de Linares, y que este mató al indio disponiendo que lo enterraran en el corral de las yeguas.
Pero su orden fue tan mal cumplida, que el cadáver quedó con un pie insepulto. Los demás indios lo descubrieron e inmediatamente convocaron a un alzamiento para vengarse y acabar con los españoles.
Estos no se hubieran dado cuenta, a no ser que un indio leal dió aviso a Martín de Solís, quien descansaba tranquilamente en el torreón.
Tal y como el indio se lo dijo, a mediodía dieron los indios el albazo, “dando alaridos y flechando”.
Los españoles tomaron sus espadas, adargas y alcabuces; protegieron sus cuerpos con sus cotas de malla y, con las mujeres y los niños, se situaron en el torreón iniciando la defensa.
Viendo que los indios se llevaban del corral unas cabras, el capitán Linares inprudentemente salió “con su chimal y su espada en mano” con el intento de rescatarlas. Como era Linares el objeto principal de la venganza, los indios le capturaron y, matándole, le cortaron la lengua. Además le quitaron la espada y poniéndole un lienzo en la punta, la esgrimieron victoriosos como bandera.
No disponían los españoles de caballos, que habían quedado lejos. Sólo había uno, el de Hernando de Arías quien, habilísimo jinete, “saltó en él e hizo bellezas”.
Enfrentándose solo a los indios, logró matar al que empuñaba la espada y a cuantos pudo tener a su alzance, haciéndolos huir hacia el monte.
Al relatar esta hazaña recuerda el cronista que “era de tantas fuerzas este hombre que se echaba al hombro un caballo como quien carga un cabrito”; porque así se lo contaron los pobladores antiguos que le conocieron. Le dijeron, además, que “en otra ocasión, viniendo de la provincia de Coahuila a Saltillo, se le cansó el caballo y él se lo echó al hombro con todo lo que llevaba y anduvo tres leguas con él y lo puso a salvo”.
El cronista ve en Hernando de Arías a un nuevo Sansón, por que “libró a su pueblo matando mil filisteos y después cargo las puertas de la ciudad de Gaza hasta dejarlas en lo alto del monte”.
El gobernador Luis de Carvajal, en sus frecuentes ausencias de la ciudad de León, actual Cerralvo, dejaba a alguien ejerciendo justicia. Sin embargo, imperaba la ley del más fuerte.
Cuenta Alonso de León en su crónica, que un indio tuvo un enfrentamiento con el capitán Lucas de Linares, y que este mató al indio disponiendo que lo enterraran en el corral de las yeguas.
Pero su orden fue tan mal cumplida, que el cadáver quedó con un pie insepulto. Los demás indios lo descubrieron e inmediatamente convocaron a un alzamiento para vengarse y acabar con los españoles.
Estos no se hubieran dado cuenta, a no ser que un indio leal dió aviso a Martín de Solís, quien descansaba tranquilamente en el torreón.
Tal y como el indio se lo dijo, a mediodía dieron los indios el albazo, “dando alaridos y flechando”.
Los españoles tomaron sus espadas, adargas y alcabuces; protegieron sus cuerpos con sus cotas de malla y, con las mujeres y los niños, se situaron en el torreón iniciando la defensa.
Viendo que los indios se llevaban del corral unas cabras, el capitán Linares inprudentemente salió “con su chimal y su espada en mano” con el intento de rescatarlas. Como era Linares el objeto principal de la venganza, los indios le capturaron y, matándole, le cortaron la lengua. Además le quitaron la espada y poniéndole un lienzo en la punta, la esgrimieron victoriosos como bandera.
No disponían los españoles de caballos, que habían quedado lejos. Sólo había uno, el de Hernando de Arías quien, habilísimo jinete, “saltó en él e hizo bellezas”.
Enfrentándose solo a los indios, logró matar al que empuñaba la espada y a cuantos pudo tener a su alzance, haciéndolos huir hacia el monte.
Al relatar esta hazaña recuerda el cronista que “era de tantas fuerzas este hombre que se echaba al hombro un caballo como quien carga un cabrito”; porque así se lo contaron los pobladores antiguos que le conocieron. Le dijeron, además, que “en otra ocasión, viniendo de la provincia de Coahuila a Saltillo, se le cansó el caballo y él se lo echó al hombro con todo lo que llevaba y anduvo tres leguas con él y lo puso a salvo”.
El cronista ve en Hernando de Arías a un nuevo Sansón, por que “libró a su pueblo matando mil filisteos y después cargo las puertas de la ciudad de Gaza hasta dejarlas en lo alto del monte”.
¿QUETZALCOATL EN CERRALVO
Alonso de León, capitán y cronista, hizo expediciones de suma
importancia para el descubrimiento y población del Noreste. En 1643,
realizó una de estas jornadas, partiendo de la Villa de Cerralvo a las
Salinas de San Lorenzo.
Entre la numerosa gente militar y de servicio que le acompaño iba, en calidad de intérprete, Martinillo, indio cataara.
Gustaba el cronista de conversar con los indios, a fin de informarse de sus costumbres. Conocedor de la región, Martinillo le sugirió que el regreso de la jornada se hiciese “por aquellos bosques que acullá aparecen” (y señalo hacia más allá del río de San Juan.
Relató que había allí un ojo de agua que “no corre, ni crece, ni mengua ni se le halla fondo”; y que en su bordo crecá “una macolla de trigo que espiga y grana”, la que, aunque los indios la cortaban, volvía a salir y jamás faltaba.
Contó ademas Martinillo cómo oía decir a los indios ancianos que sus mayores les decían que a ese lugar “venía algunas veces un hombre de buen rostro y mozo y les decía muchas cosas buenas”, pero que, cuando se alejaba, “venía otro hombre muy feo, pintado como ellos y les decía que no le creyesen, que era un embustero”.
Nuevamente volvía el hombre bueno, pero, al hablarles, se le veía triste y “se iba con poco fruto”; hasta que, convencido de que no le querían seguir, se alejó para siempre, dejando “la estampa de los dos pies en la piedra donde se paraba y que hasta ahora estaba así”.
En el viaje de retorno, la expedición tomó por un rumbo muy alejado. Ya en Monterrey, el gobernador Don Martín de Zavala ordenó hacer una jornada al sitio aledaño, pero se frustró la salida porque Martinillo enfermó y murió.
El cronista asocia el relato a la tradición de Quetzalcoatl y conjetura, por otra parte, que pudiera tratarse de Alvar Nuñez Cabeza de Vacao del alguno de los suyos que “parece, por buena regla de cosmografía… era forzoso que pasen por muy cerca de donde hoy es la villa de Cerralvo
Entre la numerosa gente militar y de servicio que le acompaño iba, en calidad de intérprete, Martinillo, indio cataara.
Gustaba el cronista de conversar con los indios, a fin de informarse de sus costumbres. Conocedor de la región, Martinillo le sugirió que el regreso de la jornada se hiciese “por aquellos bosques que acullá aparecen” (y señalo hacia más allá del río de San Juan.
Relató que había allí un ojo de agua que “no corre, ni crece, ni mengua ni se le halla fondo”; y que en su bordo crecá “una macolla de trigo que espiga y grana”, la que, aunque los indios la cortaban, volvía a salir y jamás faltaba.
Contó ademas Martinillo cómo oía decir a los indios ancianos que sus mayores les decían que a ese lugar “venía algunas veces un hombre de buen rostro y mozo y les decía muchas cosas buenas”, pero que, cuando se alejaba, “venía otro hombre muy feo, pintado como ellos y les decía que no le creyesen, que era un embustero”.
Nuevamente volvía el hombre bueno, pero, al hablarles, se le veía triste y “se iba con poco fruto”; hasta que, convencido de que no le querían seguir, se alejó para siempre, dejando “la estampa de los dos pies en la piedra donde se paraba y que hasta ahora estaba así”.
En el viaje de retorno, la expedición tomó por un rumbo muy alejado. Ya en Monterrey, el gobernador Don Martín de Zavala ordenó hacer una jornada al sitio aledaño, pero se frustró la salida porque Martinillo enfermó y murió.
El cronista asocia el relato a la tradición de Quetzalcoatl y conjetura, por otra parte, que pudiera tratarse de Alvar Nuñez Cabeza de Vacao del alguno de los suyos que “parece, por buena regla de cosmografía… era forzoso que pasen por muy cerca de donde hoy es la villa de Cerralvo
EL SUEÑO PROFETICO DEL INDIO
El capitán Gonzálo Fernández de Castro fue uno de los más destacados
pobladores del Nuevo Reino de León, en la primera mitad del siglo XVII.
Tenpia, además de su casa en Monterrey, sus vastas propiedades en la
antigua hacienda de la Pesquería Grande, actual Villa de García.
Refiere el crónista Alonso de León que hallándose el capitán una mañana en su hacienda, oyó “ruido de voces”, producidas por la gente de su encomienda que estaba realizando sus tareas en la labor.
Se acercó con rapidez haber qué sucedía y se encontró con que “un indio capitanejo” torcía la cabeza a una hija suya “de hasta siete años”.
Reprendió severamente Don Gonzalo al indio y, al preguntarle porqué intentaba matar a su pequeña hija, le respondió que lo hacía porque “habia soñado que una gran roca se desprendía de la sierra” y que los estragos que podía causar esta enorme piedra sólo podrían evitarse matando a su hija.
El capitán Fernández de Castro tuvo la precaución de retener a su lado a la niña, a fin de protergerla del supersticioso padre. Para ello, la llevó consigo a sus familiares, explicándoles lo sucedido y encargando así a ellos como a su servidumbre que cuidaran de ella.
Don Gonzalo, hombre cristiano y de amplio criterio, quedó sin embargo más que confundido, cuando “al día siguiente, al amanecer”, todos los habitantes de la hacienda que se habian levantado ya a sus tareas cotidianas, escucharon “un gran estruendo”. Era un peñasco gigantesco que, desprendiéndose desde lo mas alto, rodaba estripitosamente en la serranía.
El del indio, había resultado ser un sueño profético.
Refiere el crónista Alonso de León que hallándose el capitán una mañana en su hacienda, oyó “ruido de voces”, producidas por la gente de su encomienda que estaba realizando sus tareas en la labor.
Se acercó con rapidez haber qué sucedía y se encontró con que “un indio capitanejo” torcía la cabeza a una hija suya “de hasta siete años”.
Reprendió severamente Don Gonzalo al indio y, al preguntarle porqué intentaba matar a su pequeña hija, le respondió que lo hacía porque “habia soñado que una gran roca se desprendía de la sierra” y que los estragos que podía causar esta enorme piedra sólo podrían evitarse matando a su hija.
El capitán Fernández de Castro tuvo la precaución de retener a su lado a la niña, a fin de protergerla del supersticioso padre. Para ello, la llevó consigo a sus familiares, explicándoles lo sucedido y encargando así a ellos como a su servidumbre que cuidaran de ella.
Don Gonzalo, hombre cristiano y de amplio criterio, quedó sin embargo más que confundido, cuando “al día siguiente, al amanecer”, todos los habitantes de la hacienda que se habian levantado ya a sus tareas cotidianas, escucharon “un gran estruendo”. Era un peñasco gigantesco que, desprendiéndose desde lo mas alto, rodaba estripitosamente en la serranía.
El del indio, había resultado ser un sueño profético.
LA ESPADA QUE ARDE
En los últimos años del gobierno de Don Martín de Zavala, muerto en
1664, hubo fuertes alzamientos de los indios. Los de la parte norte de
Cerralvo hasta la ribera del Río Bravo, eran los más hostiles. Daban el
albazo en los lugares indefensos y los dejaban sin caballos ni ganado.
Al fin de aplacarlos se organizaban compañias que salían a
perseguirlos. Con ese propósito fue improvisada una que salió de
Cerralvo por el rumbo del Alamo, a cargo del capitán Alonso de León.
Empezó a lloviznar y los soldados hicieron alto en el lugar más conveniente para pasar la noche. Conforme a las reglas de la milicia fueron designados los que habían de velar por los turnos.
Tocó al soldado Felipe de la Fuente, mestizo, formar parte de la guardia “de prima”. Así él como sus compañeros estuvieron al pendiente del menor movimiento que se sintiera entre le chaparral. Muchas veces los alarmó el paso fugaz de un venado, o el de un coyote. Otras, el cantod e algún ave nocturna, teniendo que discernir si lo era en realidad o si se trataba de los indios, que solían imitarlo a la perfección.
Pero esa noche hubo otro inusitado motivo de alarma. La espada de Felipe de la Fuente, que traía en la cinta, desenvainada, “comenzo a arder”. La hoja “se fue poniendo colorada desde la punta en adelante, en la forma como cuando los herreros sacan de la fragua algún hierro para batir el yunque”.
En la oscuridad de la noche, la luz de la espada ardiente se hacía más intensa. En vano el mismo soldado y sus azorados compañeros intentaban apagarla entre los dobleces de sus capotes, húmedos por la llovizna.
Lo que más les maravillaba era que no desaparecía el color del fuego y que, en cambio, el acero estuviera completamente frío.
El extraño suceso, relatado por el cronista Juan Bautista Chapa, duró “por espacio de casi una hora”. Los soldados que hacían la vela y los que despertaron el ruido producido en los intentos de apagarla, comentaron, como testigos, emitiendo encontradas opiniones.
El mismo cronista averiguó más tarde que la espada había pertenecido al difunto gobernador Martín de Zavala, discurriendo que pudo haber sucedido lo que sucedio por haberla traído “el soldado más íntimo de la compañia” y porque “se debía haber hecho más estimación de ella”.
Empezó a lloviznar y los soldados hicieron alto en el lugar más conveniente para pasar la noche. Conforme a las reglas de la milicia fueron designados los que habían de velar por los turnos.
Tocó al soldado Felipe de la Fuente, mestizo, formar parte de la guardia “de prima”. Así él como sus compañeros estuvieron al pendiente del menor movimiento que se sintiera entre le chaparral. Muchas veces los alarmó el paso fugaz de un venado, o el de un coyote. Otras, el cantod e algún ave nocturna, teniendo que discernir si lo era en realidad o si se trataba de los indios, que solían imitarlo a la perfección.
Pero esa noche hubo otro inusitado motivo de alarma. La espada de Felipe de la Fuente, que traía en la cinta, desenvainada, “comenzo a arder”. La hoja “se fue poniendo colorada desde la punta en adelante, en la forma como cuando los herreros sacan de la fragua algún hierro para batir el yunque”.
En la oscuridad de la noche, la luz de la espada ardiente se hacía más intensa. En vano el mismo soldado y sus azorados compañeros intentaban apagarla entre los dobleces de sus capotes, húmedos por la llovizna.
Lo que más les maravillaba era que no desaparecía el color del fuego y que, en cambio, el acero estuviera completamente frío.
El extraño suceso, relatado por el cronista Juan Bautista Chapa, duró “por espacio de casi una hora”. Los soldados que hacían la vela y los que despertaron el ruido producido en los intentos de apagarla, comentaron, como testigos, emitiendo encontradas opiniones.
El mismo cronista averiguó más tarde que la espada había pertenecido al difunto gobernador Martín de Zavala, discurriendo que pudo haber sucedido lo que sucedio por haberla traído “el soldado más íntimo de la compañia” y porque “se debía haber hecho más estimación de ella”.
EL SEÑOR DE LA EXPIRACION
La
tradición religiosa en Nuevo León establece comunidad de origen para
tres Cristos veneradisimos en el noreste: el de la Capilla, de Saltillo,
el de Tlaxcala, de Bustamante, y el de expiración de Guadalupe. La
piedad popular asegura que,”los tres cristos son hermanitos” .
Las
fiestas titulares de los tres cristos coinciden, con ecepción del de
Guadalupe con tres dias de diferencia. Los dos primeros son festejados
el 6 de agosto el de la expiración el dia 9.
Sin
precisar la procedencia, se afirma que venían en tres grandes cajas,
formando parte del cargamento de una recua numerosa y que, en alg{un del
camino se separarón para llegar al sitiio en que actualmente son
venerados.
La
historia, sin embargo , se ha encargado de dilucidar el origen de los
primeros. El histiriador Vito Alessio Robles, siguiendo los datos que
consigna a el padre Lucas de las Casas en la Novena del Cristo de la
Capilla, en su edición de 1772, asienta que esta imagen fue traída ala
capital de Coahuila en 1688.
Sólo
el origen del Señor de Tlaxcala, existe el contratro celebrado entre la
india Ana Maria y el pueblo de Tlaxacla , en 1715, para cederles el
Cristo que habían traído ella y Bernabé, su marido, al entrar a poblar
en el Real de las Sabinas en 1688.
Solo el origen del Señor de la Expiración no ha sido precisado y pertenece ala leyenda.
La
versión, transmitida a través de la generaciones, asegura que una mula
-otra versión dice que un asno cargada con una enorme caja llegó ala
primitiva capilla del pueblo de Guadalupe.Con el hocico hizo sonar la
campana. Españoles e indios acudierón y, al no encontar rastro alguno
del duño de la bestia la despojarón de la caja, la abrieron y se dieron
cuenta de que contenía la devota imagen del Señor Crucificado. La
introdujeron ala capilla y al salir vieron ala bestia, muerta junto la
puerta, donde la sepultaron .
Desde
entonces,sin precisarse año algunopero sí desde los primeros de la
función religiosa y con feria en la plaza. Anualmente tambíen ha sido
sacada la imagen en proseción por las calles del lugar, concentarndo a
una enorme muchedumbre de devotos.
Es
fama que “cuando no quiere salir” del templo, la magen “se hace pesada “
y ni el mayor número de integrantes de la Hermandad del Señor logra
levantarlo.Es fama tambíen que en tiempos de sequía era llevado a
Monterrey a solicitud del Ayuntamiento de la Ciudad o del Gobierno de
Nuevo León, a fin de implorar la lluvia, que nunca se hizo esperar. Como
tampoco se llegó el templo después de la procesión, sin haberse mojado
los asistentes por el aguacero.
miércoles, 1 de mayo de 2013
EL RINCON DEL DIABLO
Suena el toque de queda.
Por el barrio de las Tenerías, caminaban apresuradamente, los que tarde
vuelven al hogar. Cruzan ese barrio deseando llegar cuanto antes a sus
casas y sin atreverse a confesar el temblor de espanto que sienten al
pasar por allí.
A lo lejos, el grito
del centinela se antoja escalofriante. Envuelve al barrio un ambiente de
trajedia que se adentra hasta las mismas humildes viviendas.
Cuentan los encillos
vecinos, con misterio y con horror, que el diablo noche a noche pasea
por aquel rincón de la ciudad, dejando a su paso un penetrante olor a
azufre.
Por eso es, que apenas oscurece, las puertas son atrancadas, las familias se recojen y sólo rompe el silencio la voz del sereno.
Una oscurisima noche
cuando el vigilante gritaba: ¡Las doce y sereno………! los vecinos del
lugar, oyeron espantados los gritos desesperados pidiendo socorro; pero
todas las puertas permanecrion cerrdas nadien abrió la suya al infeliz
que demandaba ayuda, y el grito perdio en el silencio de la noche.
Al día siguiente,
apenas amaneció, un abriego que se encaminaba al cercano laborío, se
encontró con un hombre , que inconsiente, yacía junto a una cerca. S
acercó a él para auxiliarlo y cuando y cundo volvió en sí le conto que:
“trasnochador y mujeriego, venía en busca de nuevas aventuras, cuando al
paso le salio un hombre envuelto en negros ropajes. En su cara,
horrorosamente fea brillaban como centellas sus ojos y dejaban ver dos
largas y delgadas piernas y que, teniéndolo tan cerca de él ,
sobrecojido de terror, logró sacar el cuchillo que siempre llevaba al
cinto y lo había hundido varias veces en el pechode aquel extarño ser,
sin herirlo y sin lograr que se alejara, hasta que, no pudo resistir por
más tiempo las centellantes miradas que lo cegaban perdió el
conocimiento”.
Muchos de los vecinos
aseguraban haber visto el mismo diablo paseando por el aquel lugar .
Desde entonses se conose a ese barrio de Monterrey con el nombre de el
Rincón del Diablo.
LA HIJA DESHEREDADA
Del mismo señor de Sobrevilla nos ha quedado una preciosa leyenda que se escucha todavía en los labios de los ancianos.
Refiriendose éstos, que
el acaudalado minero tenía una hija, que por su belleza era el objeto de
admiración de todos los mancebos de lugar. Su orgulloso padre, había
concertado su enlace con el hijo de otro acaudalado minero, cuya fortuna
era, sino igual, al menos digna de consideración.
Por el amor, que nada
sabe de fortunas ni de riquezas, hizo que la bella niña se prendara
locamente del más pobre gañán, que desde muy niño pastoreaba los ganados
de su padre. Por demás esta decir, lo dificíl que para ellos era verse.
Uno y otro contentábanse con hacerlo desde la reja de su aposento alto
hasta los rediles del traspatio o al asomar la aurora cuando él iba por
la angosta calleja con su hato y ella cruzaba la plaza mayor, runbo al
templo custodiada por su dueña.
Llegó por fin el día
señalado para su boda con el rico pretendiente. Mientras todos los
modadores de la regia mansión, alegres hacen los preparativos nupciales,
ella vivía horas de angustia pensando en su infelicidad y, por fin,
decidió escapar con su enamorado gañán, dejando defraudadas las
aspiraciones del rico pretendiente, que ya veía acrecentada su fortuna
con el enlace.
Pasó el tiempo. El padre
admitió nuevamente a su hija en la señorial mansión. Más ya no fue, a
partir de entonces la, niña objeto de los mimos de su padre. El ofendido
señor de Sobrevilla no perdonó y dictó órdenes terminantes para que se
le tratara como a la última de las esclavas.
No concluyeron allí sus
enojos. Investido de su autoridad desterró al gañan a los remotos y,
reuniendo a toda su familia, declaró, en presencia de todos, que su hija
quedaría desheredada.
La ausencia de su amado y la pena de verse despreciada y humillada abreviarón sus días.
El día de su muerte, su
íracundo padre, hizo que fuese tendida en el duro suelo de la pieza
principal, vestida con lo más humildes harapos.
Abrió de par en par las
puertas y colocó en el piso un plato de barro para que los piadosos
vecinos arrojaran algunas monedas para enterrarla de limosna, como es
fama que sucedió.
Los sucesores directos e
indirectos de la rancia familia de Sobrevilla que por más de una
centuria han habitado el viejo caserón, aseguran averla visto vagar por
los pasillos hasta asomarse a la torneada reja de su alcoba.
LA INCESTUOSA CASA DE LOS RUVALCABA
Horrendo en el relato de lo ocurrido en una casona que aún hoy levanta
sus viejos muros en la que conocemos por la calle de Uruguay número 92.
Se tratan de hechos monstruosos que dieron fama siniestra a la casa de
los Ruvalcaba, allá en el primer cuarto del siglo XVII.
Allá por el año de 1628, es decir durante la primea cuarta parte del siglo XVII, piratas holandeses habían desembarcado en el puerto de Acapulco, muchas familias hispanas huyeron a las selvas escondiendo sus tesoros e hijas; si embargo, los piratas al mando del audaz capitán Spilberg se marcharon sin causar daño, tomaron víveres, vinos, frutas e hicieron agua dulce y se marcharon en paz. Por esos mismos días, por el canal de las Bahamas, merodeaba otro pirata sanguinario llamado Pedro Hein, este andaba en pos de naves españolas y portuguesas para arrebatarles sus tesoros; el pirata llevaba diestros artilleros y pesados cañones en ambas bandas así, el 19 de septiembre los piratas se apoderaron de una nave española que llevaba doce millones de pesos fuertes.
Por ese tiempo era virrey en Nueva España don Rodrigo Pacheco y Osorio, Marqués de Cerralvo, y todos los habitantes estaban preocupados por la presencia y hazañas de los piratas. En aquellos días vivía en la calle que se llamó de Ortega, de Tiburcio, San Agustín, de don Juan Manuel, Balvanera, San Román, Puerta Falsa de la Merced, Santiaguito y que hoy conocemos por Uruguay, un riquísimo anciano llamado don Servando de Sáenz y Ruvalcaba, quien era dueño de dos minas de oro y una de plata, cuyas vetas producían más cada día, y cuanto más tenía más avaro se hacía y su sed de atesoramiento también, evitaba el pago de diezmos y eludía llevar su metal a la Casa del Apartado. El anciano era viudo y tenía dos hijos: Manuel de 26 años y Paz de 19, pero a pesar de su abundante riqueza no les compraba nada de ropa, la poca que tenían eran casi harapos, apenas les daba de comer y no tenían criados.
Don Servando, teniendo conocimiento de los piratas que acechaban los océanos y el solo hecho de pensar en que su fortuna fuera robada, se dio a la tarea de una intensa actividad; preparó una mezcla y había comprado varios cientos de ladrillos de barro cocido, piedra y tezontle, llevó argamasa, materiales y herramientas hasta el interior de su recámara y pese a su avanzada edad y a su escaso conocimiento de albañilería, comenzó a levantar un muro.
Varias semanas después, una carreta entraba a la capital de Nueva España, al peso de la madrugada nadie osaba curiosear; el vehículo de tracción animal se detuvo ante la casa de don Servando y el caballero llamó a la puerta dando tres golpes como señal; el anciano salió a indagar quien llamaba, después con gran sigilo empezaron a descargar la preciada carga de la carreta, que eran nada menos que lingotes de oro y plata, que iba anotando meticulosamente en una libreta. Después de algunas horas de trabajo lograron descargar todos los lingotes del carromato y al poco tiempo fueron obligados a salir de la casa.
Casi al alba, don Servando había logrado meter a su recámara todos los lingotes del metal recibidos la noche anterior y después abría un cuarto secreto, el mismo que construyera en el fondo de su alcoba y en una tercera maniobra los guardaba en un cuarto secreto junto con el resto de lo que ya tenía. Concluido su trabajo, se retiró a dormir vigilando su valioso tesoro.
Al medio día llegó Pelayo, que era su administrador para recibir órdenes de trabajo; después de haber terminado sus labores, por órdenes de su patrón le comentó que muchos mancebos deseaban pedirle en matrimonio a su hija, al escucha tal cosa, el anciano se levantó furioso, como si lo hubieran movido al impulso de un resorte alegando que jamás daría en matrimonio a su hija. Esa noche don Servando tuvo horribles sueños de que sanguinarios piratas lo atacaban para despojarlo de su incalculable tesoro y que uno de esos feroces piratas se robaba a su hija Paz; el anciano despertó de tan tremendo sueño gritando desesperado y tardó tiempo para volver a la realidad y comprobar que todo había sido un mal sueño. El resto de la noche ya no pudo dormir pensando en su hija, en su tesoro y en todo; ya para el amanecer su mente enferma había ideado un plan incestuoso y perverso, en cuanto se levantó mando llamar a sus dos hijos y dijo que para que un aventurero no se hiciera de su fortuna debían casarse entre ambos. Los hermanos quedaron mudos unos momentos, estupefactos, incrédulos ante aquella orden y esta vez Paz rompió el silencio diciendo que eso que planeaba era horrible, después la secundó su hermano tachando de monstruoso ese casamiento.
Don Servando al ver que los muchachos se negaban les dio tres días para “recapacitar”, mientras se cumplía el plazo a cada uno los encerró en su alcoba teniéndolos a pan y agua; si pasado ese tiempo se seguían negando los dejaría morir de hambre.
Estaban por completarse los tres días de castigo a pan y agua de los muchachos, cuando recibió la visita urgente de don Pelayo , su administrador para darle la terrible noticia de que una de las minas se había derrumbado debido a las torrenciales lluvias y amenazaba con inundarse; muchos hombres habían muerto (claro, eso no le importaba a don Servando). Una hora después el viejo cerraba precipitadamente su casa con las más fuertes cerraduras y cadenas que había y sin preocuparle nada más que su querida mina ordenó a su administrador partir en el acto.
El anciano se dedicó en cuerpo y alma a la titánica tarea de despejar la mina de derrumbes y cadáveres sin importarle la lluvia dirigía los trabajos de desagüe del mineral, el cuál duró varios días con la consecuencia de que don Servando cayera gravemente enfermo y ante la imposibilidad de trasladarlo a la capital don Pelayo lo atendió en su casa.
Tres meses después ya aliviado completamente, el anciano regresó a la capital y lo primero que hizo fue corroborar que las cerraduras estuvieran intactas, después fue al cuarto secreto donde guardaba sus lingotes de oro y plata y por último fue a abrir la puerta de cada cuarto de sus hijos; encontró a ambos muertos, descarnados, en una posición de angustia sobre el suelo, los pobres desdichados habían muerto de sed y hambre y las larvas se los habían comido, quedando solo horripilantes despojos y evidencia de una terrible agonía. El cruel avaro, lejos de condolerse por la muerte de sus hijos estalló en risotadas pues así ya no iba a tener que gastar en ellos un centavo; nada había más importante para el viejo que su tesoro, casi perdiendo el juicio colocó los esqueletos de sus hijos a la mesa y fingía hablar con ellos, convivir. Don Servando era tan miserable que cocía un caldo a base de hueso de jamón que le duraba ¡meses! y lo acompañaba con vino.
Una de las minas aumentaba su producción, así del mismo modo la codicia del anciano y su locura; una noche en vez de recibir ochenta quintales recibió la nada despreciable cantidad de doscientos once, mucho más oro que nunca la pila del preciado metal iba en aumento.
Un día de pronto la casa quedó en silencio, pasaron los meses y don Pelayo temiendo una desgracia fue a buscar la ayuda de la justicia; llegaron al lugar llamando a la puerta sin obtener respuesta, entonces todos entraron respirando una aire tétrico a humedad y abandono y de pronto los soldados hicieron el macabro descubrimiento de los muchachos muertos sentados a la mesa. A los despojos se les dio sepultura, pero de don Servando nunca se supo nada, pasaron los años y la casa se convirtió en ruinas.
En la segunda mitad del siglo XVII se funda el mayorazgo de los Cortina y esta familia compra la casona; en 1725 doña María Ana de Gómez de la Cortina hereda el condado de su apellido y casa con primo Vicente y aunque son dueños de inmensa fortuna y el mayorazgo, un golpe de suerte los hace todavía todavía más ricos, pues al derribar la puerta secreta hallan la fabulosa fortuna y el esqueleto de don Servando, que murió sepultado por su querido oro.
Esto es lo que sucedió en esta casa, que hoy podemos ver con el número 92 de las calles de Uruguay y hasta la fecha se le conoce como Palacio de los Condes de la Cortina y de la macabra leyenda no queda sino el terror y un amargo recuerdo.
Allá por el año de 1628, es decir durante la primea cuarta parte del siglo XVII, piratas holandeses habían desembarcado en el puerto de Acapulco, muchas familias hispanas huyeron a las selvas escondiendo sus tesoros e hijas; si embargo, los piratas al mando del audaz capitán Spilberg se marcharon sin causar daño, tomaron víveres, vinos, frutas e hicieron agua dulce y se marcharon en paz. Por esos mismos días, por el canal de las Bahamas, merodeaba otro pirata sanguinario llamado Pedro Hein, este andaba en pos de naves españolas y portuguesas para arrebatarles sus tesoros; el pirata llevaba diestros artilleros y pesados cañones en ambas bandas así, el 19 de septiembre los piratas se apoderaron de una nave española que llevaba doce millones de pesos fuertes.
Por ese tiempo era virrey en Nueva España don Rodrigo Pacheco y Osorio, Marqués de Cerralvo, y todos los habitantes estaban preocupados por la presencia y hazañas de los piratas. En aquellos días vivía en la calle que se llamó de Ortega, de Tiburcio, San Agustín, de don Juan Manuel, Balvanera, San Román, Puerta Falsa de la Merced, Santiaguito y que hoy conocemos por Uruguay, un riquísimo anciano llamado don Servando de Sáenz y Ruvalcaba, quien era dueño de dos minas de oro y una de plata, cuyas vetas producían más cada día, y cuanto más tenía más avaro se hacía y su sed de atesoramiento también, evitaba el pago de diezmos y eludía llevar su metal a la Casa del Apartado. El anciano era viudo y tenía dos hijos: Manuel de 26 años y Paz de 19, pero a pesar de su abundante riqueza no les compraba nada de ropa, la poca que tenían eran casi harapos, apenas les daba de comer y no tenían criados.
Don Servando, teniendo conocimiento de los piratas que acechaban los océanos y el solo hecho de pensar en que su fortuna fuera robada, se dio a la tarea de una intensa actividad; preparó una mezcla y había comprado varios cientos de ladrillos de barro cocido, piedra y tezontle, llevó argamasa, materiales y herramientas hasta el interior de su recámara y pese a su avanzada edad y a su escaso conocimiento de albañilería, comenzó a levantar un muro.
Varias semanas después, una carreta entraba a la capital de Nueva España, al peso de la madrugada nadie osaba curiosear; el vehículo de tracción animal se detuvo ante la casa de don Servando y el caballero llamó a la puerta dando tres golpes como señal; el anciano salió a indagar quien llamaba, después con gran sigilo empezaron a descargar la preciada carga de la carreta, que eran nada menos que lingotes de oro y plata, que iba anotando meticulosamente en una libreta. Después de algunas horas de trabajo lograron descargar todos los lingotes del carromato y al poco tiempo fueron obligados a salir de la casa.
Casi al alba, don Servando había logrado meter a su recámara todos los lingotes del metal recibidos la noche anterior y después abría un cuarto secreto, el mismo que construyera en el fondo de su alcoba y en una tercera maniobra los guardaba en un cuarto secreto junto con el resto de lo que ya tenía. Concluido su trabajo, se retiró a dormir vigilando su valioso tesoro.
Al medio día llegó Pelayo, que era su administrador para recibir órdenes de trabajo; después de haber terminado sus labores, por órdenes de su patrón le comentó que muchos mancebos deseaban pedirle en matrimonio a su hija, al escucha tal cosa, el anciano se levantó furioso, como si lo hubieran movido al impulso de un resorte alegando que jamás daría en matrimonio a su hija. Esa noche don Servando tuvo horribles sueños de que sanguinarios piratas lo atacaban para despojarlo de su incalculable tesoro y que uno de esos feroces piratas se robaba a su hija Paz; el anciano despertó de tan tremendo sueño gritando desesperado y tardó tiempo para volver a la realidad y comprobar que todo había sido un mal sueño. El resto de la noche ya no pudo dormir pensando en su hija, en su tesoro y en todo; ya para el amanecer su mente enferma había ideado un plan incestuoso y perverso, en cuanto se levantó mando llamar a sus dos hijos y dijo que para que un aventurero no se hiciera de su fortuna debían casarse entre ambos. Los hermanos quedaron mudos unos momentos, estupefactos, incrédulos ante aquella orden y esta vez Paz rompió el silencio diciendo que eso que planeaba era horrible, después la secundó su hermano tachando de monstruoso ese casamiento.
Don Servando al ver que los muchachos se negaban les dio tres días para “recapacitar”, mientras se cumplía el plazo a cada uno los encerró en su alcoba teniéndolos a pan y agua; si pasado ese tiempo se seguían negando los dejaría morir de hambre.
Estaban por completarse los tres días de castigo a pan y agua de los muchachos, cuando recibió la visita urgente de don Pelayo , su administrador para darle la terrible noticia de que una de las minas se había derrumbado debido a las torrenciales lluvias y amenazaba con inundarse; muchos hombres habían muerto (claro, eso no le importaba a don Servando). Una hora después el viejo cerraba precipitadamente su casa con las más fuertes cerraduras y cadenas que había y sin preocuparle nada más que su querida mina ordenó a su administrador partir en el acto.
El anciano se dedicó en cuerpo y alma a la titánica tarea de despejar la mina de derrumbes y cadáveres sin importarle la lluvia dirigía los trabajos de desagüe del mineral, el cuál duró varios días con la consecuencia de que don Servando cayera gravemente enfermo y ante la imposibilidad de trasladarlo a la capital don Pelayo lo atendió en su casa.
Tres meses después ya aliviado completamente, el anciano regresó a la capital y lo primero que hizo fue corroborar que las cerraduras estuvieran intactas, después fue al cuarto secreto donde guardaba sus lingotes de oro y plata y por último fue a abrir la puerta de cada cuarto de sus hijos; encontró a ambos muertos, descarnados, en una posición de angustia sobre el suelo, los pobres desdichados habían muerto de sed y hambre y las larvas se los habían comido, quedando solo horripilantes despojos y evidencia de una terrible agonía. El cruel avaro, lejos de condolerse por la muerte de sus hijos estalló en risotadas pues así ya no iba a tener que gastar en ellos un centavo; nada había más importante para el viejo que su tesoro, casi perdiendo el juicio colocó los esqueletos de sus hijos a la mesa y fingía hablar con ellos, convivir. Don Servando era tan miserable que cocía un caldo a base de hueso de jamón que le duraba ¡meses! y lo acompañaba con vino.
Una de las minas aumentaba su producción, así del mismo modo la codicia del anciano y su locura; una noche en vez de recibir ochenta quintales recibió la nada despreciable cantidad de doscientos once, mucho más oro que nunca la pila del preciado metal iba en aumento.
Un día de pronto la casa quedó en silencio, pasaron los meses y don Pelayo temiendo una desgracia fue a buscar la ayuda de la justicia; llegaron al lugar llamando a la puerta sin obtener respuesta, entonces todos entraron respirando una aire tétrico a humedad y abandono y de pronto los soldados hicieron el macabro descubrimiento de los muchachos muertos sentados a la mesa. A los despojos se les dio sepultura, pero de don Servando nunca se supo nada, pasaron los años y la casa se convirtió en ruinas.
En la segunda mitad del siglo XVII se funda el mayorazgo de los Cortina y esta familia compra la casona; en 1725 doña María Ana de Gómez de la Cortina hereda el condado de su apellido y casa con primo Vicente y aunque son dueños de inmensa fortuna y el mayorazgo, un golpe de suerte los hace todavía todavía más ricos, pues al derribar la puerta secreta hallan la fabulosa fortuna y el esqueleto de don Servando, que murió sepultado por su querido oro.
Esto es lo que sucedió en esta casa, que hoy podemos ver con el número 92 de las calles de Uruguay y hasta la fecha se le conoce como Palacio de los Condes de la Cortina y de la macabra leyenda no queda sino el terror y un amargo recuerdo.
LA CASA DE LOS HERMANOS MALDITOS
En esta calle todavía existe una vieja casona entre las Calles de Cinco
de Febrero e Isabel la Católica, que durante la noche causa pavor a
quien pase, debido a los macabros sucesos que tuvieron lugar. Desde la
época de la colonia esa casona siempre tuvo muy mala fama, de ahí nació
ese nombre que tuvo por muchos años.
Corría el año de 1611, cuando ese lugar era habitado por Florián Rivadeneyra y Lucinda de Zavala, que nunca habían tomado los votos matrimoniales, solo eran una pareja de borrascosos amantes y sus aventuras de amor desenfrenado causaban gran escándalo entre los habitantes, quienes continuamente decían que con sus actitudes llenaban las calles de vergüenza y pecado. Aquella gente exigía castigo para aquellos pasionales amantes, pues conductas indecorosas iban en contra de la moral y las buenas costumbres de un ciudadano decente.
Una noche, dos caballeros caminaban por aquella calle, y al pasar cerca de la casa escucharon los gemidos desenfrenados de los amantes, como de costumbre cada noche y que representaban una gran ofensa y oprobio para todas las personas; aquellos caballeros comentaron que la pareja debía de ser castigada, cuando en ese momento observan a fray Dorantes a los lejos, que era un fraile ejemplar apegado a los preceptos que dicta la Santa Madre Iglesia y de una gran devoción; el religioso se acercó a saludar a aquellos caballeros, y al mismo tiempo se oía una oleada de risas eufóricas.
Los hombres preguntaron al fraile si no era posible que Florián y Lucinda fueran castigados por las leyes cristianas, fray Dorantes contestó que nada podía hacer, pero que había una justicia divina que tarde ó temprano iba a castigarlos severamente por sus aquellos terribles pecados.
En la casa, cada noche era de continuos excesos de amor, vino, risas, cantos y fiestas, en pocas palabras: una auténtica orgía. El amor que se tenían aquellos amantes era tanto, que hasta los sirvientes salían corriendo a esconderse detrás de las cortinas de terciopelo rojo. Y aquel lugar, que un día fuera tema de comentario de los ciudadanos, dejó de serlo cuando de repente una noche no hubo ruido alguno, pasando así algunas semanas en que reinaba la paz y tranquilidad. De repente una noche los vecinos despertaron precipitadamente al escuchar unos gritos, y vieron a un hombre en el balcón gritándole a su amada.
Aquella fue la última vez que los vecinos vieran a Florián, pues cuenta la leyenda que desde esa noche lo único que hubo después fueron sombras y silencio; lo único vivo que había en la casona era un sirviente que todas las noche salía a encender el farol, pero un día también abandonó el lugar, igual que toda la demás servidumbre. Se dice que aquel criado fue a ver al licenciado don Miguel Osornio y Huicochea, que era apoderado de Florián; le entregó las llaves de la casa y un sobre cerrado.
La desaparición de los fogosos amantes llegó a iodos de las autoridades virreinales, que iniciaron una investigación para aclarar aquel misterio, e hicieron llamar al licenciado Osornio, quien declaró lo siguiente:
“Solo puedo decirles que los dueños de la casa están en Perú, ya que de acuerdo a las instrucciones escritas que me entregó el criado del caballero Rivadeneyra, envié allá el dinero, fruto de la venta de sus bienes y en cuanto la casa sea vendida, de inmediato enviaré el dinero”.
Las autoridades eclesiásticas le pidieron las llaves de la casa al licenciado, para hacer una investigación más profunda, pues se decía que los amantes habían sido asesinados y que ese lugar estaba maldito. Cuando los alguaciles fueron a la casona no encontraron rastro alguno de violencia; el tiempo pasó y la casona no pudo ser vendida porque los rumores de que ahí habitaban fantasmas cada vez iban más en aumento.
En abril de 1614, llegaron a Nueva España don Cosme Jiménez Catalám y sus dos hijos Cosme y Cecilia; se hospedaron en una posada que se encontraba en las calles de Balvanera, en donde fueron visitados por su amigo don Pedro de Alcántara. El objetivo de don Cosme era casar a sus hijos con personas prominentes, a lo cuál su camarada le comento que no le sería difícil, ya que provenían de noble cuna.
Don Cosme tenía interés en comprar la casona de Mesones, la gente le advirtió que ahí vivían almas en pena y seres malignos; pero el hombre hizo caso omiso de las advertencias y compró la casona, trasladándose a ella el 19 de septiembre de ese mismo año. Todos se instalaron en sus respectivas habitaciones, sintiendo cada uno de ellos una extraña sensación, Cecilia se estremeció con un desagradable escalofrío.
Nadie supo lo que había pasado, se dice que los espíritus de los amantes hicieron contacto con el cuerpo de los hermanos, y en efecto fue así; los espectros habían encontrado cuerpos físicos en que materializarse
Pasaron dos semanas y no ocurrió nada extraño, todo lo contrario, don Cosme andaba muy entusiasmado con los preparativos de la fiesta, donde sus hijos serían presentados ante la alta sociedad de Nueva España. Esa misma noche el feliz padre escuchó unas voces que venían de la planta baja, tomó una vela y bajo las escaleras para reprender a sus hijos por aquel escándalo, pero al llegar a la estancia, se quedo mudo ante lo que vio: ¡Sus dos hijos estaban besándose y riéndose como lujuriosos amantes!
Don Cosme incrédulo y alarmado, gritó con desesperación se detuvieran, y les pidió una explicación ante su incestuosa conducta; los hermanos se desmayaron y al despertar no recordaban nada de lo ocurrido. Cada noche se repetía la misma escena y claro, esto no pudo pasar inadvertido a los criados y al poco tiempo los habitantes de la colonia ya estaban al tanto, y si pasaban cerca de la casa maldita lo hacían rápidamente.
Don Cosme sin saber que hacer, solicitó la ayuda del santo varón fray Baltasar de Rebollo; al contarle todo lo acontecido con sus hijos, el religioso le relató la historia de los amantes borrascosos que en vida habían habitado esa casona y que ahora sus espíritus errantes poseían los cuerpos de los muchachos para satisfacer sus más bajas pasiones; y la única solución era que uno de ellos debía morir.
El angustiado padre estuvo meditando en las palabras del varón, entonces esa misma noche tomo su arco y su flecha, se escondió tras una cortina mientras y le dio un flechazo al corazón de Cecilia, cayendo al suelo sin vida mientras el espíritu que todavía estaba en el cuerpo del mancebo gritaba de angustia.
Cuenta la leyenda que Cosme tomó a la muerta en sus brazos al sótano, seguido por don Cosme, gray Rebollo y dos representantes de la ley; dejó a la joven en rincón y juró alcanzarla para amarla por la eternidad. El fraile hizo los conjuros para romper aquella maldición; y dicen los documentos del Santo Oficio que los sortilegios se rompieron en mil pedazos, al tiempo Cosme quedó liberado y vio a su hermana muerta, su padre intentó consolarlo suplicándole no le pidiera explicaciones.
Una vez que salieron padre e hijo del sótano, los hombres que trajera fray Rebollo comenzaron a excavar siguiendo sus instrucciones; en ese lugar encontraron los esqueletos de los amantes, que se encontraban unidos fuertemente por un abrazo; el religioso hizo un conjuro para deshacer aquel abrazo maldito; y en ese momento se escucharon unos horribles lamentos.
Don Cosme y su hijo abandonaron aquel maldito lugar y regresaron a España. Nunca se supo quien mató a Florián y Lucinda, ni quien los sepultó abrazados.
Los documentos de la época dicen que el abogado era la única persona capaz de explicarlo, pero un día desapareció sin dejar rastro y este misterio jamás pudo ser resuelto.
Corría el año de 1611, cuando ese lugar era habitado por Florián Rivadeneyra y Lucinda de Zavala, que nunca habían tomado los votos matrimoniales, solo eran una pareja de borrascosos amantes y sus aventuras de amor desenfrenado causaban gran escándalo entre los habitantes, quienes continuamente decían que con sus actitudes llenaban las calles de vergüenza y pecado. Aquella gente exigía castigo para aquellos pasionales amantes, pues conductas indecorosas iban en contra de la moral y las buenas costumbres de un ciudadano decente.
Una noche, dos caballeros caminaban por aquella calle, y al pasar cerca de la casa escucharon los gemidos desenfrenados de los amantes, como de costumbre cada noche y que representaban una gran ofensa y oprobio para todas las personas; aquellos caballeros comentaron que la pareja debía de ser castigada, cuando en ese momento observan a fray Dorantes a los lejos, que era un fraile ejemplar apegado a los preceptos que dicta la Santa Madre Iglesia y de una gran devoción; el religioso se acercó a saludar a aquellos caballeros, y al mismo tiempo se oía una oleada de risas eufóricas.
Los hombres preguntaron al fraile si no era posible que Florián y Lucinda fueran castigados por las leyes cristianas, fray Dorantes contestó que nada podía hacer, pero que había una justicia divina que tarde ó temprano iba a castigarlos severamente por sus aquellos terribles pecados.
En la casa, cada noche era de continuos excesos de amor, vino, risas, cantos y fiestas, en pocas palabras: una auténtica orgía. El amor que se tenían aquellos amantes era tanto, que hasta los sirvientes salían corriendo a esconderse detrás de las cortinas de terciopelo rojo. Y aquel lugar, que un día fuera tema de comentario de los ciudadanos, dejó de serlo cuando de repente una noche no hubo ruido alguno, pasando así algunas semanas en que reinaba la paz y tranquilidad. De repente una noche los vecinos despertaron precipitadamente al escuchar unos gritos, y vieron a un hombre en el balcón gritándole a su amada.
Aquella fue la última vez que los vecinos vieran a Florián, pues cuenta la leyenda que desde esa noche lo único que hubo después fueron sombras y silencio; lo único vivo que había en la casona era un sirviente que todas las noche salía a encender el farol, pero un día también abandonó el lugar, igual que toda la demás servidumbre. Se dice que aquel criado fue a ver al licenciado don Miguel Osornio y Huicochea, que era apoderado de Florián; le entregó las llaves de la casa y un sobre cerrado.
La desaparición de los fogosos amantes llegó a iodos de las autoridades virreinales, que iniciaron una investigación para aclarar aquel misterio, e hicieron llamar al licenciado Osornio, quien declaró lo siguiente:
“Solo puedo decirles que los dueños de la casa están en Perú, ya que de acuerdo a las instrucciones escritas que me entregó el criado del caballero Rivadeneyra, envié allá el dinero, fruto de la venta de sus bienes y en cuanto la casa sea vendida, de inmediato enviaré el dinero”.
Las autoridades eclesiásticas le pidieron las llaves de la casa al licenciado, para hacer una investigación más profunda, pues se decía que los amantes habían sido asesinados y que ese lugar estaba maldito. Cuando los alguaciles fueron a la casona no encontraron rastro alguno de violencia; el tiempo pasó y la casona no pudo ser vendida porque los rumores de que ahí habitaban fantasmas cada vez iban más en aumento.
En abril de 1614, llegaron a Nueva España don Cosme Jiménez Catalám y sus dos hijos Cosme y Cecilia; se hospedaron en una posada que se encontraba en las calles de Balvanera, en donde fueron visitados por su amigo don Pedro de Alcántara. El objetivo de don Cosme era casar a sus hijos con personas prominentes, a lo cuál su camarada le comento que no le sería difícil, ya que provenían de noble cuna.
Don Cosme tenía interés en comprar la casona de Mesones, la gente le advirtió que ahí vivían almas en pena y seres malignos; pero el hombre hizo caso omiso de las advertencias y compró la casona, trasladándose a ella el 19 de septiembre de ese mismo año. Todos se instalaron en sus respectivas habitaciones, sintiendo cada uno de ellos una extraña sensación, Cecilia se estremeció con un desagradable escalofrío.
Nadie supo lo que había pasado, se dice que los espíritus de los amantes hicieron contacto con el cuerpo de los hermanos, y en efecto fue así; los espectros habían encontrado cuerpos físicos en que materializarse
Pasaron dos semanas y no ocurrió nada extraño, todo lo contrario, don Cosme andaba muy entusiasmado con los preparativos de la fiesta, donde sus hijos serían presentados ante la alta sociedad de Nueva España. Esa misma noche el feliz padre escuchó unas voces que venían de la planta baja, tomó una vela y bajo las escaleras para reprender a sus hijos por aquel escándalo, pero al llegar a la estancia, se quedo mudo ante lo que vio: ¡Sus dos hijos estaban besándose y riéndose como lujuriosos amantes!
Don Cosme incrédulo y alarmado, gritó con desesperación se detuvieran, y les pidió una explicación ante su incestuosa conducta; los hermanos se desmayaron y al despertar no recordaban nada de lo ocurrido. Cada noche se repetía la misma escena y claro, esto no pudo pasar inadvertido a los criados y al poco tiempo los habitantes de la colonia ya estaban al tanto, y si pasaban cerca de la casa maldita lo hacían rápidamente.
Don Cosme sin saber que hacer, solicitó la ayuda del santo varón fray Baltasar de Rebollo; al contarle todo lo acontecido con sus hijos, el religioso le relató la historia de los amantes borrascosos que en vida habían habitado esa casona y que ahora sus espíritus errantes poseían los cuerpos de los muchachos para satisfacer sus más bajas pasiones; y la única solución era que uno de ellos debía morir.
El angustiado padre estuvo meditando en las palabras del varón, entonces esa misma noche tomo su arco y su flecha, se escondió tras una cortina mientras y le dio un flechazo al corazón de Cecilia, cayendo al suelo sin vida mientras el espíritu que todavía estaba en el cuerpo del mancebo gritaba de angustia.
Cuenta la leyenda que Cosme tomó a la muerta en sus brazos al sótano, seguido por don Cosme, gray Rebollo y dos representantes de la ley; dejó a la joven en rincón y juró alcanzarla para amarla por la eternidad. El fraile hizo los conjuros para romper aquella maldición; y dicen los documentos del Santo Oficio que los sortilegios se rompieron en mil pedazos, al tiempo Cosme quedó liberado y vio a su hermana muerta, su padre intentó consolarlo suplicándole no le pidiera explicaciones.
Una vez que salieron padre e hijo del sótano, los hombres que trajera fray Rebollo comenzaron a excavar siguiendo sus instrucciones; en ese lugar encontraron los esqueletos de los amantes, que se encontraban unidos fuertemente por un abrazo; el religioso hizo un conjuro para deshacer aquel abrazo maldito; y en ese momento se escucharon unos horribles lamentos.
Don Cosme y su hijo abandonaron aquel maldito lugar y regresaron a España. Nunca se supo quien mató a Florián y Lucinda, ni quien los sepultó abrazados.
Los documentos de la época dicen que el abogado era la única persona capaz de explicarlo, pero un día desapareció sin dejar rastro y este misterio jamás pudo ser resuelto.
martes, 30 de abril de 2013
LA CALLE DE DON JUAN MANUEL
Hace muchos años - cuenta la tradición - que vivía en esta Calle un
hombre muy rico, cuya casa quedaba precisamente detrás del Convento de
San Bernardo. Este hombre se llamaba Don Juan Manuel y se hallaba casado
con una mujer tan virtuosa como bella. Pero aquel hombre, en medio de
sus riquezas y al lado de una esposa que poseía prendas tan raras, no se
sentía feliz a causa de no haber tenido sucesión.
La tristeza lo consumía, el fastidio lo exasperaba y para hallar algún consuelo, resolvió consagrarse a las prácticas religiosas, pero tanto, que no conforme con asistir casi todo el día a las iglesias, intentó separarse de su esposa y entrar fraile a San Francisco. Con este objeto, envió por un sobrino que residía en España, para que administrase sus negocios. Llegó a poco el pariente y pronto también concibió D. Juan Manuel celos terribles, tan terribles que una noche invocó al diablo y le prometió entregarle su alma, si le proporcionaba el medio de descubrir al que creía lo estaba deshonrando. El diablo acudió solícito, y le ordenó que saliera de su casa a las once de esa misma noche y matara al primero que encontrase. Así lo hizo D. Juan, y al día siguiente, cuando creyendo estar vengado, se encontraba satisfecho, el demonio se le volvió a presentar y le dijo que aquel individuo que había asesinado era inocente pero que siguiera saliendo todas las noches y continuara matando hasta que él se le apareciera junto al cadáver del culpable.
D. Juan obedeció sin replicar. Noche con noche salía de su casa: bajaba las escaleras, atravesaba el patio, abría el postigo del zaguán, se recargaba en el muro, y envuelto en su ancha capa, esperaba tranquilo a la víctima. Entonces no había alumbrado y en medio de la oscuridad y del silencio de la noche, se oían lejanos pasos, cada vez más perceptibles: después aparecía el bulto de un transeúnte, a quien, acercándose D. Juan, le preguntaba:
- Perdone usarcé, ¿qué horas son?
- Las once.
- ¡Dichoso usarcé, que sabe la hora en que muere!
Brillaba el puñal en las tinieblas, se escuchaba un grito sofocado, el golpe de un cuerpo que caía, y el asesino, mudo, impasible, volvía a abrir el postigo, atravesando de nuevo el patio de la casa, subía las escaleras y se recogía en su habitación.
La ciudad amanecía consternada. Todas las mañanas, en dicha calle, recogía la ronda un cadáver, y nadie podía explicarse el misterio de aquellos asesinatos tan espantosos como frecuentes.
En uno de tantos días muy temprano, condujo la ronda un cadáver a la casa de D. Juan Manuel, y éste contempló y reconoció a su sobrino, la que tanto quería y al que debía la conservación de su fortuna.
D. Juan al verlo, trató de disimular; pero un terrible remordimiento conmovió todo su ser, y pálido, tembloroso, arrepentido, fue al convento de San Francisco, entró a la celda de un sabio y santo religioso, y arrojándose a sus pies, y abrazándose a sus rodillas, le confesó uno a uno todos sus pecados, todos sus crímenes, engendrados por el espíritu de Lucifer, a quien había prometido entregar su ánima.
El reverendo lo escuchó con la tranquilidad del juez y con la serenidad del justo, y luego que hubo concluido D. Juan, le mandó por penitencia que durante tres noches consecutivas fuera a las once en punto a rezar un rosario al pie de la horca, en descargo de sus faltas y para poder absolverlo de sus culpas.
Intentó cumplir D. Juan; pero no había aún recorrido las cuentas todas de su rosario, la primera noche, cuando percibió una voz sepulcral que imploraba en tono dolorido:
- ¡Un Padre Nuestro y un Ave María por el alma de D. Juan Manuel!
Quedóse mudo, se repuso enseguida, fue a su casa, y sin cerrar un minuto los ojos, esperó el alba para ir a comunicar al confesor lo que había escuchado.
- Vuelva esta misma noche - le dijo el religioso - considere que esto ha sido dispuesto por el que todo lo sabe para salvar su ánima y reflexione que el miedo se lo ha inspirado el demonio como un ardid para apartarlo del buen camino, y haga la señal de la cruz cuando sienta espanto.
Humilde, sumiso y obediente, D. Juan estuvo a las once en punto en la horca; pero aún no había comenzado a rezar, cuando vió un cortejo de fantasmas, que con cirios encendidos conducían su propio cadáver en una ataúd.
Más muerto que vivo, tembloroso y desencajado, se presentó al otro día en el convento de San Francisco.
- ¡Padre - le dijo - por Dios, por su santa y bendita madre, antes de morirme concédame la absolución!
El religioso se hallaba conmovido, y juzgando que hasta sería falta de caridad el retardar más el perdón, le absolvió al fin, exigiéndole por última vez, que esa misma noche fuera a rezar el rosario que le faltaba.
Que fue del penitente, lo dice la leyenda. ¿Que paso allí? Nadie lo sabe, y sólo agrega la tradición que al amanecer se encontraba colgado de la horca pública un cadáver erá del muy rico Sr. D. Juan Manuel de Solórzano, privado que había sido del Marqués de Cadereita.
El pueblo dijo desde entonces que a D. Juan Manuel lo habían colgado los ángeles, y la tradición lo repite y lo seguirá repitiendo por los siglos de los siglos. Amén
La tristeza lo consumía, el fastidio lo exasperaba y para hallar algún consuelo, resolvió consagrarse a las prácticas religiosas, pero tanto, que no conforme con asistir casi todo el día a las iglesias, intentó separarse de su esposa y entrar fraile a San Francisco. Con este objeto, envió por un sobrino que residía en España, para que administrase sus negocios. Llegó a poco el pariente y pronto también concibió D. Juan Manuel celos terribles, tan terribles que una noche invocó al diablo y le prometió entregarle su alma, si le proporcionaba el medio de descubrir al que creía lo estaba deshonrando. El diablo acudió solícito, y le ordenó que saliera de su casa a las once de esa misma noche y matara al primero que encontrase. Así lo hizo D. Juan, y al día siguiente, cuando creyendo estar vengado, se encontraba satisfecho, el demonio se le volvió a presentar y le dijo que aquel individuo que había asesinado era inocente pero que siguiera saliendo todas las noches y continuara matando hasta que él se le apareciera junto al cadáver del culpable.
D. Juan obedeció sin replicar. Noche con noche salía de su casa: bajaba las escaleras, atravesaba el patio, abría el postigo del zaguán, se recargaba en el muro, y envuelto en su ancha capa, esperaba tranquilo a la víctima. Entonces no había alumbrado y en medio de la oscuridad y del silencio de la noche, se oían lejanos pasos, cada vez más perceptibles: después aparecía el bulto de un transeúnte, a quien, acercándose D. Juan, le preguntaba:
- Perdone usarcé, ¿qué horas son?
- Las once.
- ¡Dichoso usarcé, que sabe la hora en que muere!
Brillaba el puñal en las tinieblas, se escuchaba un grito sofocado, el golpe de un cuerpo que caía, y el asesino, mudo, impasible, volvía a abrir el postigo, atravesando de nuevo el patio de la casa, subía las escaleras y se recogía en su habitación.
La ciudad amanecía consternada. Todas las mañanas, en dicha calle, recogía la ronda un cadáver, y nadie podía explicarse el misterio de aquellos asesinatos tan espantosos como frecuentes.
En uno de tantos días muy temprano, condujo la ronda un cadáver a la casa de D. Juan Manuel, y éste contempló y reconoció a su sobrino, la que tanto quería y al que debía la conservación de su fortuna.
D. Juan al verlo, trató de disimular; pero un terrible remordimiento conmovió todo su ser, y pálido, tembloroso, arrepentido, fue al convento de San Francisco, entró a la celda de un sabio y santo religioso, y arrojándose a sus pies, y abrazándose a sus rodillas, le confesó uno a uno todos sus pecados, todos sus crímenes, engendrados por el espíritu de Lucifer, a quien había prometido entregar su ánima.
El reverendo lo escuchó con la tranquilidad del juez y con la serenidad del justo, y luego que hubo concluido D. Juan, le mandó por penitencia que durante tres noches consecutivas fuera a las once en punto a rezar un rosario al pie de la horca, en descargo de sus faltas y para poder absolverlo de sus culpas.
Intentó cumplir D. Juan; pero no había aún recorrido las cuentas todas de su rosario, la primera noche, cuando percibió una voz sepulcral que imploraba en tono dolorido:
- ¡Un Padre Nuestro y un Ave María por el alma de D. Juan Manuel!
Quedóse mudo, se repuso enseguida, fue a su casa, y sin cerrar un minuto los ojos, esperó el alba para ir a comunicar al confesor lo que había escuchado.
- Vuelva esta misma noche - le dijo el religioso - considere que esto ha sido dispuesto por el que todo lo sabe para salvar su ánima y reflexione que el miedo se lo ha inspirado el demonio como un ardid para apartarlo del buen camino, y haga la señal de la cruz cuando sienta espanto.
Humilde, sumiso y obediente, D. Juan estuvo a las once en punto en la horca; pero aún no había comenzado a rezar, cuando vió un cortejo de fantasmas, que con cirios encendidos conducían su propio cadáver en una ataúd.
Más muerto que vivo, tembloroso y desencajado, se presentó al otro día en el convento de San Francisco.
- ¡Padre - le dijo - por Dios, por su santa y bendita madre, antes de morirme concédame la absolución!
El religioso se hallaba conmovido, y juzgando que hasta sería falta de caridad el retardar más el perdón, le absolvió al fin, exigiéndole por última vez, que esa misma noche fuera a rezar el rosario que le faltaba.
Que fue del penitente, lo dice la leyenda. ¿Que paso allí? Nadie lo sabe, y sólo agrega la tradición que al amanecer se encontraba colgado de la horca pública un cadáver erá del muy rico Sr. D. Juan Manuel de Solórzano, privado que había sido del Marqués de Cadereita.
El pueblo dijo desde entonces que a D. Juan Manuel lo habían colgado los ángeles, y la tradición lo repite y lo seguirá repitiendo por los siglos de los siglos. Amén
LA MULATA DE CORDOBA
Durante la época del Virreynato, medio siglo después que don Diego
Fernández de Córdoba, Marquez de Guadalcazar decimotercer virrey de la
Nueva España, por real cedula autorizó que fuera fundada allá por el año
de gracia 16 a 18 sobre las fértiles tierras conocidas entonces como
lomas de Huilango, la muy noble y leal villa a la que otorgó entre otros
privilegios la de de llevar por nombre su regio apellido, cuenta que
había en el lugar una hermosísima mujer cuya procedencía nadie conocía.
No se sabe el sitio exacto donde vivía, aunque los viejos relatos aseguran que tuvo su casa en la hacienda de la Trinidad Chica, que en aquellos años fuera propiedad de los marqueses de sierra nevada. Otras consejas cuentan que vivía en una vieja casona que tenía entrada sobre el antigüo callejón Pichocalco, rumbo al arroyo conocido como Río de San Antonio. A través de los años, su recuerdo quedó envuelto en el misterio y en la leyenda. Esta mujer llevó el romántico nombre de la Mulata de Córdoba.
Según datos, era tan hermosa que todos los hombres del lugar estaban prendados de su belleza. Mujer de sangre negra y española, pertenecia por su nacimiento a esa clase social tan despreciada durante la colonia, clase menospreciada y señalada como inferior por la ignorancia y la intransigencia de la época.
Sin embargo, dice la narración que la Mulata de córdoba era orgullosa y altiva, dotada de singular encanto, morena y esbelta, con la gracia que caracteriza a las mujeres africanas que habitaban las regiones del alto Nilo, quizá por el príncipe Yanga y la tribu Yag-Bara. De estirpe ibera, heredada por el linaje español, sus grandes ojos almendrados y llenos de misterio su piel dorada y cálida producto de dos razas que al mezclarse pudieron dar forma a una mujer bella y ajena a otro trato social, recorría a pie las calles de la villa, por cenderos y veredas buscando las cabañas de los esclavos a quienes socorría y curaba, pues era muy entendida en las artes de la medicina.
También curaba a los campesinos que la solicitaban por los rumbos de San Miguel Amatlán, el Zopilote y San José. Continuamente se le veía caminando bajo el ardiente sol del medio día y subiendo y bajando lomas, acompañada por algún enviado de las personas que solicitaban sus servicios, los que generalmente eran humildes campesinos. Pero habían algunas familias de alto rango que secretamente solicitaban sus servicios, para consultar los horóscopos. Y en esta forma con el correr de los días la fama de la bella Mulata se fue extendiendo poco a poco por el pueblo. Bajo un largo pesado chal donde ocultaba el rostro y la figura, no faltó quien adivinara al pasar, los hermosos ojos grandes y llenos de misterio, y la boca sensual y roja.
Pero en vano fue requerida de amores; las puertas de su casa permanecían siempre cerradas para los enamorados galanes y los caballeros mejor nacidos de la Villa de Córdoba que rechazados tenían que aceptar humillados su derrota.
En aquellos años de epidemias y calamidades, cuentan que valiéndose únicamente de las muchas hierbas que conocía, empezó a realizar curaciones que parecían maravillosas, a conjurar tormentas y a predecir eclipses, pronto la superstición se encargó de decir que la hermosa mulata tenía pacto con el diablo, y como la veían vestirse con finos vestidos se dió por aceptada que poseía mágicos poderes. Se contaba también que por las noches, en su casa se escuchaban extraños lamentos y que veían salir llamas de sus cerradas puertas, y cuando algunas personas la espiaban, las atacaba y después perdíase en la obscura noche sin dejar rastro. En varias ocasiones fue vista simultáneamente en distintos rumbos de la Villa, pues poseía también el don de la ubicuidad.
Todos estos consejos llegarón pronto a oídos del Tribunal de la Inquisición, muy severa en aquellos años con los individuos y en Salmitas a quienes castigaban durante con los famosos Autos de Fé, juzgándoseles como brujos o charlatanes. Aunque no se sabe si fue sorprendida practicando la magia, el caso es que los viejos relatos afirman que fue conducida al puerto de Veracruz, donde se le hizo encarcelar en el Castillo de San Juan de Ulúa para ser juzgada como hechicera.
Allí fué encerrada en una de las celdas donde pasaba las horas tras los, pesados barrotes a la vista del carcelero. Un día la hermosa joven quien a base de buenos tratos se había ganado la estimación de su guardián, le rogó amablemente que le consiguiera un pedazo de carbón. Extrañado el guardián por tan raro antojo, pero ansioso de servir a tan bella prisionera, el hombre llevó a la celda lo que aquella mujer pedía.
Dice la leyenda que la Mulata dibujó sobre las sombrías paredes, una ligera nave con blancas velas desplegadas que parecían mecerse sobre las olas. El carcelero, admirado, le preguntó que significaba aquel prodigio. Cuenta que la joven, con una encantadora sonrisa, le comentó que en ese hermoso velero iba a cruzar el mar, y dando un gracioso salto subió a cubierta diciendo adios al asombrado guardián que la vío esfumarse con la nave por una esquina del obscuro calabozo.
Al día siguiente se dieron cuenta los demás guardianes que su compañero se encontraba con las manos sobre los barrotes y que había perdido la razón; dieron parte al jefe del presidio que la jóven Mulata no se encontraba en el interior de la prisión.
Del fondo del recuerdo, a través de la bruma de los siglos, y envuelta en los ropajes de la fantasía, la romántica figura de la Mualta de Córdoba, pasó ante nosotros altiva y misteriosa, dejándose tras de sí un suave perfume de poesía y de leyenda.
No se sabe el sitio exacto donde vivía, aunque los viejos relatos aseguran que tuvo su casa en la hacienda de la Trinidad Chica, que en aquellos años fuera propiedad de los marqueses de sierra nevada. Otras consejas cuentan que vivía en una vieja casona que tenía entrada sobre el antigüo callejón Pichocalco, rumbo al arroyo conocido como Río de San Antonio. A través de los años, su recuerdo quedó envuelto en el misterio y en la leyenda. Esta mujer llevó el romántico nombre de la Mulata de Córdoba.
Según datos, era tan hermosa que todos los hombres del lugar estaban prendados de su belleza. Mujer de sangre negra y española, pertenecia por su nacimiento a esa clase social tan despreciada durante la colonia, clase menospreciada y señalada como inferior por la ignorancia y la intransigencia de la época.
Sin embargo, dice la narración que la Mulata de córdoba era orgullosa y altiva, dotada de singular encanto, morena y esbelta, con la gracia que caracteriza a las mujeres africanas que habitaban las regiones del alto Nilo, quizá por el príncipe Yanga y la tribu Yag-Bara. De estirpe ibera, heredada por el linaje español, sus grandes ojos almendrados y llenos de misterio su piel dorada y cálida producto de dos razas que al mezclarse pudieron dar forma a una mujer bella y ajena a otro trato social, recorría a pie las calles de la villa, por cenderos y veredas buscando las cabañas de los esclavos a quienes socorría y curaba, pues era muy entendida en las artes de la medicina.
También curaba a los campesinos que la solicitaban por los rumbos de San Miguel Amatlán, el Zopilote y San José. Continuamente se le veía caminando bajo el ardiente sol del medio día y subiendo y bajando lomas, acompañada por algún enviado de las personas que solicitaban sus servicios, los que generalmente eran humildes campesinos. Pero habían algunas familias de alto rango que secretamente solicitaban sus servicios, para consultar los horóscopos. Y en esta forma con el correr de los días la fama de la bella Mulata se fue extendiendo poco a poco por el pueblo. Bajo un largo pesado chal donde ocultaba el rostro y la figura, no faltó quien adivinara al pasar, los hermosos ojos grandes y llenos de misterio, y la boca sensual y roja.
Pero en vano fue requerida de amores; las puertas de su casa permanecían siempre cerradas para los enamorados galanes y los caballeros mejor nacidos de la Villa de Córdoba que rechazados tenían que aceptar humillados su derrota.
En aquellos años de epidemias y calamidades, cuentan que valiéndose únicamente de las muchas hierbas que conocía, empezó a realizar curaciones que parecían maravillosas, a conjurar tormentas y a predecir eclipses, pronto la superstición se encargó de decir que la hermosa mulata tenía pacto con el diablo, y como la veían vestirse con finos vestidos se dió por aceptada que poseía mágicos poderes. Se contaba también que por las noches, en su casa se escuchaban extraños lamentos y que veían salir llamas de sus cerradas puertas, y cuando algunas personas la espiaban, las atacaba y después perdíase en la obscura noche sin dejar rastro. En varias ocasiones fue vista simultáneamente en distintos rumbos de la Villa, pues poseía también el don de la ubicuidad.
Todos estos consejos llegarón pronto a oídos del Tribunal de la Inquisición, muy severa en aquellos años con los individuos y en Salmitas a quienes castigaban durante con los famosos Autos de Fé, juzgándoseles como brujos o charlatanes. Aunque no se sabe si fue sorprendida practicando la magia, el caso es que los viejos relatos afirman que fue conducida al puerto de Veracruz, donde se le hizo encarcelar en el Castillo de San Juan de Ulúa para ser juzgada como hechicera.
Allí fué encerrada en una de las celdas donde pasaba las horas tras los, pesados barrotes a la vista del carcelero. Un día la hermosa joven quien a base de buenos tratos se había ganado la estimación de su guardián, le rogó amablemente que le consiguiera un pedazo de carbón. Extrañado el guardián por tan raro antojo, pero ansioso de servir a tan bella prisionera, el hombre llevó a la celda lo que aquella mujer pedía.
Dice la leyenda que la Mulata dibujó sobre las sombrías paredes, una ligera nave con blancas velas desplegadas que parecían mecerse sobre las olas. El carcelero, admirado, le preguntó que significaba aquel prodigio. Cuenta que la joven, con una encantadora sonrisa, le comentó que en ese hermoso velero iba a cruzar el mar, y dando un gracioso salto subió a cubierta diciendo adios al asombrado guardián que la vío esfumarse con la nave por una esquina del obscuro calabozo.
Al día siguiente se dieron cuenta los demás guardianes que su compañero se encontraba con las manos sobre los barrotes y que había perdido la razón; dieron parte al jefe del presidio que la jóven Mulata no se encontraba en el interior de la prisión.
Del fondo del recuerdo, a través de la bruma de los siglos, y envuelta en los ropajes de la fantasía, la romántica figura de la Mualta de Córdoba, pasó ante nosotros altiva y misteriosa, dejándose tras de sí un suave perfume de poesía y de leyenda.
LA LEYENDA DE LA LLORONA
Consumada la conquista y poco más o menos a mediados del siglo XVI, los
vecinos de la ciudad de México se recogían en sus casas con el toque de
queda, avisado por las campanas de la primera Catedral; a media noche y
principalmente cuando había luna, despertaban espantados al oír en la
calle, tristes y prolongadisimos gemidos, lanzados por una mujer a quien
afligía, sin duda, honda pena moral o tremendo dolor físico.
Las primeras noches, los vecinos se resignaban a santiguarse por el temor que les causaban aquellos lúgubres gemidos, que según ellos, petenecían un ánima del otro mundo; pero fueron tantos y tan repetidos y se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados quisieron cerciorarse con sus propios ojos qué era aquello; y primero desde las puertas entornadas, de las ventanas o balcones, y enseguida atreviéndose a salir a las calles, lograron ver a la que, en el silencio de las oscuras noches o en aquellas en que la luz pálida de la luna caía como un manto vaporoso lanzaba agudos y agónicos gemidos.
Vestía la mujer un traje blanco y un espeso velo cubría su rostro. Con lentos y callados pasos recorría muchas calles de la ciudad, cada noche tomaba distintas calles, pero siempre pasaba por la Plaza Mayor (hoy conocida como el Zocalo de la Capital), donde se detenía e hincada de rodillas, daba el último angustioso y languidísimo lamento en dirección al Oriente; después continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo y al llegar a orillas del lago, que en ese tiempo penetraba dentro de algunos barrios, como una sombra se desvanecía entre sus aguas.
"La hora avanzada de la noche, - dice el Dr. José María Marroquí- el silencio y la soledad de las calles y plazas, el traje, el aire, el pausado andar de aquella mujer misteriosa y, sobre todo, lo penetrante, agudo y prolongado de su gemido, que daba siempre cayendo en tierra de rodillas, formaba un conjunto que aterrorizaba a cuantos la veían y oían, y no pocos de los conquistadores valerosos y esforzados, quedaban en presencia de aquella mujer, mudos, pálidos y fríos, como de mármol. Los más animosos apenas se atrevían a seguirla a larga distancia, aprovechando la claridad de la luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer llegando al lago, como si se sumergiera entre las aguas, y no pudiéndose averiguar más de ella, e ignorándose quién era, de dónde venía y a dónde iba, se le dio el nombre de La Llorona."
El Origen de la Llorona
El antecedente mas conocido de la leyenda de la llorona tiene sus raices en la mitologia Azteca. Una versión sostiene que es la diosa azteca Chihuacóatl, protectora de la raza. Cuentan que antes de la conquista española, una figura femenina vestida de blanco comenzó a aparecer regularmente sobre las aguas del lago de Texcoco y a vagar por las colinas aterrorizando a los habitantes del gran Tenochtitlán.
"Ay, mis hijos, ¿dónde los llevaré para que escapen tan funesto destino?", se lamentaba.
Un grupo de sacerdotes decidió consultar viejos augurios. Los antiguos advirtieron que la diosa Chihuacóalt aparecería para anunciar la caída del imperio azteca a manos de hombres procedentes de Oriente. La aparición constituía el sexto presagio del fin de la civilización.
Con la llegada de los españoles al Continente Americano, y una vez consumada la conquista de Tenochtitlan, sede del Imperio Azteca, años mas tarde y después de que murio Doña Marina, mejor conocida como la "Malinche" (joven azteca que se convirtió en amante del conquistador español Hernán Cortés), se decía que esta era la llorona, la que venía a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros para que los sometieran.
Las "Otras" Lloronas
Esta leyenda se extendio a otros lugares del Pais, manifestandose de diversas maneras. En algunos pueblos se decía que la llorona era una joven enamorada que habia muerto en vísperas de la boda y traía al novio la corona de rosas blancas que nunca utilizó.
En otras partes, se creía que era una madre que venía a llorarle a sus hijos huerfanos.
Algunos afirman que es una mujer que ahogó a uno de sus hijos y por la noche lo busca a lo largo de los riachuelos o quebradas, exhalando prolongados lamentos.
Otra descripción de la llorona es la siguiente:
Mujer de figura desagradable, alta y desmelenada, de vestido largo y rostro cadavérico. Con sus largos brazos sostiene a un niño muerto. Pasa la noche llorando, sembrando con sus sollozos lastimeros, el terror en los campos, aldeas, y aún en las ciudades.
Se hace referencia a este personaje acorde con la tradición oral, donde se le define como una madre soltera que decidió no tener a su hijo y por eso aborta, acarreándole esto el castigo de escuchar permanentemente el llanto de su niño. Este castigo la desesperó y la obligó a deambular por el mundo sin encontrar sosiego, llorando, gimiendo e indagando por el paradero de su malogrado hijo
Ésta es la más famosa leyenda de México. Es tan trascendental para los mexicanos, que algunos descendientes de inmigrantes que viven en Estados Unidos y Canadá, aseguran haber visto a la Llorona en la ribera de los ríos.
Las primeras noches, los vecinos se resignaban a santiguarse por el temor que les causaban aquellos lúgubres gemidos, que según ellos, petenecían un ánima del otro mundo; pero fueron tantos y tan repetidos y se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados quisieron cerciorarse con sus propios ojos qué era aquello; y primero desde las puertas entornadas, de las ventanas o balcones, y enseguida atreviéndose a salir a las calles, lograron ver a la que, en el silencio de las oscuras noches o en aquellas en que la luz pálida de la luna caía como un manto vaporoso lanzaba agudos y agónicos gemidos.
Vestía la mujer un traje blanco y un espeso velo cubría su rostro. Con lentos y callados pasos recorría muchas calles de la ciudad, cada noche tomaba distintas calles, pero siempre pasaba por la Plaza Mayor (hoy conocida como el Zocalo de la Capital), donde se detenía e hincada de rodillas, daba el último angustioso y languidísimo lamento en dirección al Oriente; después continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo y al llegar a orillas del lago, que en ese tiempo penetraba dentro de algunos barrios, como una sombra se desvanecía entre sus aguas.
"La hora avanzada de la noche, - dice el Dr. José María Marroquí- el silencio y la soledad de las calles y plazas, el traje, el aire, el pausado andar de aquella mujer misteriosa y, sobre todo, lo penetrante, agudo y prolongado de su gemido, que daba siempre cayendo en tierra de rodillas, formaba un conjunto que aterrorizaba a cuantos la veían y oían, y no pocos de los conquistadores valerosos y esforzados, quedaban en presencia de aquella mujer, mudos, pálidos y fríos, como de mármol. Los más animosos apenas se atrevían a seguirla a larga distancia, aprovechando la claridad de la luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer llegando al lago, como si se sumergiera entre las aguas, y no pudiéndose averiguar más de ella, e ignorándose quién era, de dónde venía y a dónde iba, se le dio el nombre de La Llorona."
El Origen de la Llorona
El antecedente mas conocido de la leyenda de la llorona tiene sus raices en la mitologia Azteca. Una versión sostiene que es la diosa azteca Chihuacóatl, protectora de la raza. Cuentan que antes de la conquista española, una figura femenina vestida de blanco comenzó a aparecer regularmente sobre las aguas del lago de Texcoco y a vagar por las colinas aterrorizando a los habitantes del gran Tenochtitlán.
"Ay, mis hijos, ¿dónde los llevaré para que escapen tan funesto destino?", se lamentaba.
Un grupo de sacerdotes decidió consultar viejos augurios. Los antiguos advirtieron que la diosa Chihuacóalt aparecería para anunciar la caída del imperio azteca a manos de hombres procedentes de Oriente. La aparición constituía el sexto presagio del fin de la civilización.
Con la llegada de los españoles al Continente Americano, y una vez consumada la conquista de Tenochtitlan, sede del Imperio Azteca, años mas tarde y después de que murio Doña Marina, mejor conocida como la "Malinche" (joven azteca que se convirtió en amante del conquistador español Hernán Cortés), se decía que esta era la llorona, la que venía a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros para que los sometieran.
Las "Otras" Lloronas
Esta leyenda se extendio a otros lugares del Pais, manifestandose de diversas maneras. En algunos pueblos se decía que la llorona era una joven enamorada que habia muerto en vísperas de la boda y traía al novio la corona de rosas blancas que nunca utilizó.
En otras partes, se creía que era una madre que venía a llorarle a sus hijos huerfanos.
Algunos afirman que es una mujer que ahogó a uno de sus hijos y por la noche lo busca a lo largo de los riachuelos o quebradas, exhalando prolongados lamentos.
Otra descripción de la llorona es la siguiente:
Mujer de figura desagradable, alta y desmelenada, de vestido largo y rostro cadavérico. Con sus largos brazos sostiene a un niño muerto. Pasa la noche llorando, sembrando con sus sollozos lastimeros, el terror en los campos, aldeas, y aún en las ciudades.
Se hace referencia a este personaje acorde con la tradición oral, donde se le define como una madre soltera que decidió no tener a su hijo y por eso aborta, acarreándole esto el castigo de escuchar permanentemente el llanto de su niño. Este castigo la desesperó y la obligó a deambular por el mundo sin encontrar sosiego, llorando, gimiendo e indagando por el paradero de su malogrado hijo
Ésta es la más famosa leyenda de México. Es tan trascendental para los mexicanos, que algunos descendientes de inmigrantes que viven en Estados Unidos y Canadá, aseguran haber visto a la Llorona en la ribera de los ríos.
EL PUENTE DEL CLERIGO
Allá por el año de 1649 en que ocurre esta verídica historia que los
años trasformaron en macabra leyenda, el sitio en que tuvieron lugar
estos hechos consignados en las antiguas crónicas eran simplemente unos
llanos en los que se levantaban unas cuantas casucas formando parte de
la antigua parcialidad de Santiago Tlatelolco; sin embargo cruzando
apenas la acequia llamada de Texontlali, cuyas aguas zarcas iban a
desembocar a la laguna (junto al mercado de La Lagunilla siglos
después), había unas casas de muy buena factura en una de las cuales y
cruzando el puente que sobre la dicha acequia existía fabricado de
mampostería con un arco de medio punto y alta balaustrada, vivía un
religioso llamado don Juan de Nava, que oficiaba en el templo de Santa
Catarina. Este sacerdote tenía una sobrina a su cuidado, muy linda, muy
de buen ver y en edad en que se sueña con un marido, llamada doña
Margarita Jáuregui.
El tercer personaje de esta increíble, pero verídica historia que aparece a fojas 231 de las memorias de Fray Marcos López y Rueda, que fuera obispo de Yucatán y Virrey provisional de la Nueva España, lo fue un caballero y portugués de muy buena presencia y malas maneras llamado don Duarte de Zarraza.
Por decirse de familia ilustre el galán portugués asistía a los saraos y fiestas virreinales y como doña Margarita Jáuregui, por haber sido hija de afortunado caballero también tenía acceso a los salones palaciegos, cierta vez se conocieron en una de esas fiestas.
Conocer a tan hermosa dama y comenzar a enamorarla fue todo uno para el enamoradizo portugués, que indagó y fue hasta la casa del fraile situada al cruzar el puente de la acequia antes mencionada. Sus requiebros, su presencia frecuente, sus regalos y sus cartas encendidas pronto inflamaron el pecho de doñaMargarita Jáuregui que estaba en el mero punto de edad para el casorio, por lo que pronto accedió a los requerimientos amorosos del portugués.
Pero don Fray Juan de Nava también indagó muchas cosas de don Duarte de Zarraza y supo que allá en su tierra además de haber dejado muchas deudas, también abandonó a dos mujeres con sus respectivos vástagos, que aquí en la capital de laNueva España llevaba una vida disipada y silenciosa y que vivía en la casa gaya y se exhibía con las descocadas barraganas. Además tenía varias queridas en encontrados rumbos de la ciudad y andaba en amoríos con diez doncellas.
Por todos estos motivos, el cura Juan de Nava prohibió terminantemente a su sobrina que aceptara los amores del porfiado portugués, pero ni doña Margarita ni don Duarte hicieron caso de las advertencias del clérigo y continuaron con sus amoríos a espaldas del ensotanado tío.
Dos veces el cura Juan de Nava habló con el llamado Duarte de Zarraza ya en tono violento prohibiéndole que se acercara tan solo a su casa o alpuente de la acequia de Tezontlali, pero en contestación recibió una blasfemia, burlas y altanería de parte del de Portugal.
Y tanto se opuso el sacerdote a esos amores y tantas veces reprendió a la sobrina y a Zarraza, que este decidió quitar del medio al clérigo, porque según dijo, nadie podía oponerse a sus deseos.
Siguiendo al pie de la letra añejas y desleídas crónicas, sabemos que el perverso portugués decidió matar al clérigo precisamente el 3 de abril de ese año de 1649 y al efecto se fue a decirle a doña Margarita Jáuregui, que ya que su tío-tutor no los dejaría casarse, deberían huir para desposarse en La Puebla de los Angeles. La bella mujer convino en seguir al galán burlando la voluntad del cura.
El día señalado estaba conversando por la ventana de la casa a eso de la caída de la tarde, cuando Duarte de Zarraza vio venir al cura, acercarse alpuente sobre la acequia de Texontlali y sin decirle nada a Margarita, se alejó del balcón y corrió hacia el puente.
No se sabe lo que dijeron, mejor dicho discutieron clérigo y portugués, pero de pronto, Duarte de Zarraza sacó un puñal en cuyo pomo aparecía grabado el escudo de su casa portuguesa y clavó de un golpe furioso en el cráneo al cura
El cura cayó herido de muerte y el portugués lo arrastró unos cuantos pasos y lo arrojó a las aguas lodosas de la acequia por encima de la balaustrada del puente.
Como era de muchos conocida la oposición del clérigo a sus amoríos con Margarita su sobrina, Duarte de Zarraza decidió ocultarse primero y después huir a Veracruz, en donde permaneció cerca de un año.
Pasado ese tiempo, el portugués regresó a la capital de la Nueva españa y decidió ir a ver a Margarita Jáuregui, para pedirle que huyera con él, ya que estaba muerto el cura su tío.
Esperó la noche y se encaminó hacia el rumbo norte, por el lado de Tlatelolco...
Llegó al puente de la acequia, pero no pudo pasarlo, de hecho jamás llegó a cruzarlo vivo. Al día siguiente viandantes mañaneros lo descubrieron muerto, horriblemente desfigurado el rostro por una mueca de espanto, como espanto sufrieron los descubridores, ya que don Duarte de Zarraza yacía estrangulado por un horrible esqueleto cubierto por una sotana hecha jirones, manchada de limo, de lodo y agua pestilente. Las manos descarnadas de aquél muerto, en el cual se identificó en el acto al clérigo don Juan de Nava, estaban pegadas al cuello de Zarraza, mientras brillaba a los primeros rayos del sol de la mañana, la hoja de un puñal que estaba hendiendo su mondo cráneo y en cuyo pomo aparecía el escudo de la casa de Zarraza.
No había duda, el clérigo había salido de su tumba pantanosa en la que permaneció todo el tiempo que el portugués estuvo ausente y al volver a la ciudad emergió para vengarse.
Esto dicen las crónicas, esto contó años más tarde la leyenda y por eso, al puente sin nombre y a la calle que se formó andando el tiempo, se le conoció por muchos años, como la calle del Puente del Clérigo, hoy conocida por 7a., y 8a., de Allende dando como referencia el antiguo callejón del Carrizo
El tercer personaje de esta increíble, pero verídica historia que aparece a fojas 231 de las memorias de Fray Marcos López y Rueda, que fuera obispo de Yucatán y Virrey provisional de la Nueva España, lo fue un caballero y portugués de muy buena presencia y malas maneras llamado don Duarte de Zarraza.
Por decirse de familia ilustre el galán portugués asistía a los saraos y fiestas virreinales y como doña Margarita Jáuregui, por haber sido hija de afortunado caballero también tenía acceso a los salones palaciegos, cierta vez se conocieron en una de esas fiestas.
Conocer a tan hermosa dama y comenzar a enamorarla fue todo uno para el enamoradizo portugués, que indagó y fue hasta la casa del fraile situada al cruzar el puente de la acequia antes mencionada. Sus requiebros, su presencia frecuente, sus regalos y sus cartas encendidas pronto inflamaron el pecho de doñaMargarita Jáuregui que estaba en el mero punto de edad para el casorio, por lo que pronto accedió a los requerimientos amorosos del portugués.
Pero don Fray Juan de Nava también indagó muchas cosas de don Duarte de Zarraza y supo que allá en su tierra además de haber dejado muchas deudas, también abandonó a dos mujeres con sus respectivos vástagos, que aquí en la capital de laNueva España llevaba una vida disipada y silenciosa y que vivía en la casa gaya y se exhibía con las descocadas barraganas. Además tenía varias queridas en encontrados rumbos de la ciudad y andaba en amoríos con diez doncellas.
Por todos estos motivos, el cura Juan de Nava prohibió terminantemente a su sobrina que aceptara los amores del porfiado portugués, pero ni doña Margarita ni don Duarte hicieron caso de las advertencias del clérigo y continuaron con sus amoríos a espaldas del ensotanado tío.
Dos veces el cura Juan de Nava habló con el llamado Duarte de Zarraza ya en tono violento prohibiéndole que se acercara tan solo a su casa o alpuente de la acequia de Tezontlali, pero en contestación recibió una blasfemia, burlas y altanería de parte del de Portugal.
Y tanto se opuso el sacerdote a esos amores y tantas veces reprendió a la sobrina y a Zarraza, que este decidió quitar del medio al clérigo, porque según dijo, nadie podía oponerse a sus deseos.
Siguiendo al pie de la letra añejas y desleídas crónicas, sabemos que el perverso portugués decidió matar al clérigo precisamente el 3 de abril de ese año de 1649 y al efecto se fue a decirle a doña Margarita Jáuregui, que ya que su tío-tutor no los dejaría casarse, deberían huir para desposarse en La Puebla de los Angeles. La bella mujer convino en seguir al galán burlando la voluntad del cura.
El día señalado estaba conversando por la ventana de la casa a eso de la caída de la tarde, cuando Duarte de Zarraza vio venir al cura, acercarse alpuente sobre la acequia de Texontlali y sin decirle nada a Margarita, se alejó del balcón y corrió hacia el puente.
No se sabe lo que dijeron, mejor dicho discutieron clérigo y portugués, pero de pronto, Duarte de Zarraza sacó un puñal en cuyo pomo aparecía grabado el escudo de su casa portuguesa y clavó de un golpe furioso en el cráneo al cura
El cura cayó herido de muerte y el portugués lo arrastró unos cuantos pasos y lo arrojó a las aguas lodosas de la acequia por encima de la balaustrada del puente.
Como era de muchos conocida la oposición del clérigo a sus amoríos con Margarita su sobrina, Duarte de Zarraza decidió ocultarse primero y después huir a Veracruz, en donde permaneció cerca de un año.
Pasado ese tiempo, el portugués regresó a la capital de la Nueva españa y decidió ir a ver a Margarita Jáuregui, para pedirle que huyera con él, ya que estaba muerto el cura su tío.
Esperó la noche y se encaminó hacia el rumbo norte, por el lado de Tlatelolco...
Llegó al puente de la acequia, pero no pudo pasarlo, de hecho jamás llegó a cruzarlo vivo. Al día siguiente viandantes mañaneros lo descubrieron muerto, horriblemente desfigurado el rostro por una mueca de espanto, como espanto sufrieron los descubridores, ya que don Duarte de Zarraza yacía estrangulado por un horrible esqueleto cubierto por una sotana hecha jirones, manchada de limo, de lodo y agua pestilente. Las manos descarnadas de aquél muerto, en el cual se identificó en el acto al clérigo don Juan de Nava, estaban pegadas al cuello de Zarraza, mientras brillaba a los primeros rayos del sol de la mañana, la hoja de un puñal que estaba hendiendo su mondo cráneo y en cuyo pomo aparecía el escudo de la casa de Zarraza.
No había duda, el clérigo había salido de su tumba pantanosa en la que permaneció todo el tiempo que el portugués estuvo ausente y al volver a la ciudad emergió para vengarse.
Esto dicen las crónicas, esto contó años más tarde la leyenda y por eso, al puente sin nombre y a la calle que se formó andando el tiempo, se le conoció por muchos años, como la calle del Puente del Clérigo, hoy conocida por 7a., y 8a., de Allende dando como referencia el antiguo callejón del Carrizo
EL CALLEJON DEL COLGADO
En la actual calle de Venustiano Carranza, antes llamada “de la cadena” tuvo lugar un
suceso que originó la presencia de un espectro, y con él, esta leyenda.
Nos encontramos en los años finales del siglo XVI. Los vecinos de la Nueva
España, integrados por indios, mestizos, españoles, y frailes peninsulares en su
mayoría, vivían en permanente temor debido a la gran cantidad de crímenes que
ocurrían a diario, al parecer ejecutados por el mismo sujeto.
Por las noches, en cualquier momento, se escuchaban fuertes alaridos en la calle,
que el asesino profería mientras escapaba. La población sabía que se acababa de
cometer un crimen y entonces, ponían seguro a las puertas y ventanas de sus casas con
fuertes trancas.
Algunas personas lo llegaron a ver. Corriendo, gritando, y aún empuñando la
daga, el ser terrible parecía volar entre las calles empedradas. Todos los que lo vieron
o escucharon, creyeron que era el demonio.
Así, el fraile Zanabria, que en una de esas noches, en compañía de un mestizo,
regresaba de dar una confesión. De lejos lo vieron y en seguida, escucharon una voz
desesperada:
¡La ronda! ¡Venid! ¡Alguaciles! ¡Dios mío, venid!
Temerosos, se acercaron al lugar de donde provenía el llamado y allí encontraron
a un hombre, inclinado sobre otro que yacía en el suelo, cubierto de sangre.
—¡Dios mío! ¿Qué sucede?
—¡Mi hermano se muere, padre! ¡Ha sido acuchillado por ese demonio!
¡Confesadle, por Dios!
Fray Zanabria se inclinó hacia el herido, le tomó la cabeza entre sus manos, mas
se dio cuenta de que agonizaba.
—Lo siento, caballero, sólo puedo darle la extremaunción.
—¡No es posible, padre! ¿Acaso va a morir?
—Callad y dejadme hacer.
El fraile Zanabria, con la cruz y el rosario en mano, procedió al sacramento;
luego, cerró los ojos del muerto y lo cubrió con su túnica. La ronda pasó en esos
momentos, se acercó al grupo. El hermano del difunto se adelantó:
—¡Mirad! ¡Mi hermano Don Jimeno ha sido víctima de ese demonio!
—¡Ira de Dios! ¡Otro muerto acuchillado sin piedad! ¿qué mano perversa es
capaz de tal infamia?
—Lo vimos, señor capitán. ¡Creo que es el mismo diablo!
—Perdonad, padre, pero para mí que es obra de un malvado.
—¡Hombre o demonio sois la justicia! ¡Detenedle!
—Qué más quisiera, pero bien sabéis que ése, tan luego ataca dentro de la ciudad
como fuera de la traza.
En efecto, el criminal daba muerte a sus víctimas en cualquier rumbo de la
capital, sin que fijase un patrón del tipo de personas; lo mismo perecerían hombres que
mujeres, pobres y ricos. Lo único común era la puñalada, honda y certera que asestaba
en el pecho, de manera que el atacado moría casi al instante.
Despoblada prácticamente la ciudad en ese entonces, no siempre se escuchaban
los alaridos del asesino, ni los ayes del moribundo. Sólo se encontraban los cadáveres,
frescos aún, o en los inicios de la descomposición. Cuando esto ocurría, los pobladores
daban por atribuir el crimen al “demonio”, pues la soledad de los parajes nocturnos
propiciaba la fantasía. Otros, más incrédulos, lo negaban.
Así, cuando se encontró el cadáver de Don Pedro de Villegas en las afueras de la
ciudad, y se observó que el tipo de herida era más fino, producto de una espada u otra
arma, y también, que había varias heridas en su pecho, y no una, como se sabía,
acostumbraba dar el demonio, un conocido del difunto señaló su sospecha: con
seguridad el crimen había sido ejecutado por el esposo de la mujer con quien don
Pedro tenía amoríos prohibidos. Otro hombre, aunque aceptó el argumento, juró haber
escuchado en ese lugar los alaridos usuales del asesino. La justicia, por su parte, sólo
cumplió con las diligencias de rutina que el caso requería, sin que hiciera ninguna
investigación posterior.
Pero los crímenes continuaron, por lo que el virrey, Don Luis de Velasco II,
reunió a las autoridades civiles y eclesiásticas de la Nueva España, para darles a
conocer su mandato, mismo que decía:
“Yo, el Virrey Don Luis de Velasco II, ordeno, en relación a los crímenes que
agostan a la Nueva España, que si se trata de un ser demoníaco, se haga cargo del
asunto el Santo Oficio; y si es de este mundo, la justicia, a fin de aplicarle al criminal
el más horrible y cruel de los castigos. De modo pues, que para un mismo fin, la
justicia de Dios y del Virrey, trabajarán por separado”.
Durante varias noches, se pudo ver a los religiosos recorrer las calles, con las
cruces y utensilios necesarios para el exorcismo; mientras tanto, el capitán y sus
lanceros hacían lo propio. Pero en todas las ocasiones en que el asesino atacaba, los
soldados y los religiosos llegaron tarde; ya la víctima yacía moribunda, y el
responsable había escapado.
Ciertamente oyeron sus alaridos, pero se confundían sobre el lugar de
procedencia de éstos. Los religiosos también lo vieron correr, y aunque hicieron el
esfuerzo de perseguirle, pronto desapareció de su vista.
El asesino se escabullía con presteza, parecía ser hombre y demonio a la vez; un
demonio que tenía, a decir de un fraile, un pie de cabra y el otro de gallo, o que era una
bruja, como señalaba uno de los oidores que formaba parte de la comitiva. Cansados y
temerosos, los frailes oraban en la plenitud del sereno nocturno, para alejar el
maleficio que asolaba a la ciudad virreinal.
Después de un tiempo la persecución cesó. Aun cuando el sentir general era
aprensivo, las actividades de los pobladores se realizaban de manera acostumbrada;
entre ellos el oidor mayor, Don Álvaro de Peredo y Zúñiga, que laboraba como
siempre en su casa, en la calle de la cadena.
Una mañana, el sirviente del oidor entró en su despacho para comunicarle,
sumamente nervioso:
—Perdonad, señor amo, pero un hombre pregunta por vos.
—Decidle que me vea en la Audiencia.
—Le dije tal, señor, más insiste. Dice que es asunto secretísimo, relativo al
demonio criminal.
—¿Qué? ¡Hacedle pasar y dejadme a solas con él!
El oidor lo esperó de pie; entró un hombre de aspecto modesto que se presentó:
—Buenos días, vuestra señoría. Soy Lizardo de Ontuñano, natural de San Lucas,
tahonero de oficio. Me atrevo a molestaros porque...
—¿Decís que conocéis la identidad del asesino, del diabólico ser?
—Así es, señor oidor mayor. Le he seguido varias noches, y le he visto atacar a
sus indefensas víctimas.
—¿Y después...? ¡Continuad!
—Le he seguido y le he visto entrar a su casa.
El oidor mayor se puso de pie, resuelto:
—¡No perdamos tiempo! ¡Vayamos a la Audiencia! Ahí se os dará fuerte
recompensa por revelar la identidad del criminal.
El oidor se hallaba alborozado, en su mente pronto se formó la idea sobre las
ventajas que obtendría por intervenir en asunto tan álgido. Pero el hombre se quedó
callado, sin moverse, a lo que el oidor le demandó:
—¿Pero qué os pasa? ¿Por qué os detenéis?
—Perdonad, señor oidor, pero no busco recompensa por revelar el nombre del
criminal, sino por callarlo.
—¿Qué decís? ¡No os entiendo! ¿Pagar porque calléis? ¡Si lo que precisamos es
saber el nombre del asesino!
Con la cabeza baja, que escondía sus torvos ojos, el hombre le dijo:
—Señor oidor... Es que el asesino es vuestro hermanastro, don Gaspar de
Aceves.
—¡No es posible! Mi hermano está enfermo, ¡Pero criminal no es!
—Averiguadlo, vuestra señoría.
El oidor dejó al hombre en el despacho. Caminó hasta la habitación de su
hermanastro, abrió la puerta, y grande fue su estupor cuando revisó el lecho de éste:
encima de las mantas sucias y revueltas, se hallaba una capa, cuyo embozo tenía
manchas de sangre, y sobre éste yacía un puñal, con el filo cubierto por abundante
sangre reseca.
—¡Es la sangre de sus víctimas! ¡Dios mío!
Cuando regresó donde lo esperaba Lizardo, el oidor iba anonadado. Todavía
dudó por un momento, le costaba creerlo, pero ahí estaban las pruebas; además, sabía
que su hermano no estaba bien de sus facultades mentales. El tahonero esperó un
momento a que se repusiera, entonces le dijo:
—¿Os habéis convencido, verdad? Fije vuestra merced la cantidad de oros que ha
de darme, que yo me daré por bien pagado.
—Idos ahora, señor... Lizardo. Ya os avisaré mañana.
El oidor abandonó su trabajo ese día, torturado por el descubrimiento, por el
conflicto entre su deber y sus sentimientos. Tomada su decisión, al día siguiente
entregó una cantidad a Lizardo de Ontuñano, quien le aseguró su silencio. Por otra
parte, encerró a su hermano.
Sin embargo, el hombre no se conformó, a la primera extorsión continuaron
otras. El oidor mayor había desmejorado. Le pesaban los alcances de la enfermedad de
su hermano, y empezaba a irritarle cada vez más la presencia del extorsionador.
Al fin, una mañana, mandó detenerle; lo culpaba de ser el autor de los crímenes
en serie. Lizardo de Ontuñano, dicen los documentos del Santo Oficio, proclamó su
inocencia, pero fue en vano.
El juicio se acercaba. Él sabía que podía ser condenado, consciente de la
influencia del oidor y de la arbitrariedad de la Inquisición, conocida por todos los
habitantes. Pidió hablar con el oidor mayor, pero al tiempo que lo comunicó al
carcelero, detrás apareció el oidor para interrogarlo.
En la celda, Lizardo quiso chantajear al funcionario, con la amenaza de delatar a
su hermano si sostenía su acusación, pero el oidor no cedió. Entonces, tomaron un
acuerdo: el oidor le propuso que declarara conocer al asesino, haberlo visto, pero no
saber su nombre ni el lugar de su morada. A cambio de ello, juró dejarlo ir. Por su
parte, Lizardo juró guardar el secreto.
Se llevó a cabo el juicio, con el oidor mayor al frente del jurado. Éste le
preguntó:
—¿Confesáis que habéis visto morir a las víctimas, correr la sangre, y saber su
identidad?
—Sí, confieso.
El oidor se levantó de su asiento para señalarlo:
—Miembros de este Santo Tribunal ¡No hay duda alguna! ¡Aquí tenéis al
diabólico asesino! ¡Sometedle a tortura, en tanto se decide la forma de matarle!
El verdugo lo tomó por los hombros, violento lo condujo a la cámara de castigos.
Ahí, fue sometido al suplicio del potro. Un verdugo daba vueltas a unas barras,
colocadas en el extremo derecho del cilindro de madera, que a la cabecera del hombre,
y envuelto en cuerdas, jalaba de sus brazos sujetados. Mientras tanto, un fraile lo
interrogó sobre las razones de sus asesinatos; Lizardo negó todo. Y antes de la fractura
de sus miembros, dijo:
—¡Soltadme! ¡El criminal es el hermano del oidor mayor, Don Gaspar de
Aceves!
Pronto, el fraile acudió con el oidor mayor para comunicarle lo dicho por el reo.
Éste no dio importancia al hecho, adujo una venganza en su contra, y ordenó mayor
tortura hasta lograr su muerte, preocupado en el fondo de que siguiera hablando. Pero
al fraile se le ocurrió una siniestra idea: castigarle por sus crímenes y por difamación al
oidor. Intrigado, éste quiso saber de qué manera se haría tal castigo, a lo que el fraile
respondió:
—Vivís en la calle de la cadena. ¡Que sea colgado de la cadena superior que está
frente a vuestra casa!
El día de la ejecución, la gente se agolpaba en las aceras, furiosa arremetía en
contra del reo, que en esos momentos pasaba, en medio de la procesión de guardias y
religiosos.
Una vez que llegaron al lugar, la sentencia fue leída por el pregonero. Colgaron
la cadena a su cuello y entonces, el fraile se acercó al hombre, ya aniquilado por las
torturas. En tono piadoso le expresó:
—Confesad vuestros crímenes para que vuestra alma pueda llegar al cielo.
—Sois sacerdote. Decidle a ese Dios que invocáis, que me permita volver a este
mundo a demostrar mi inocencia.
—¡No puedo pedir tal cosa!
—Lo haré yo, si llego a vislumbrar el cielo. ¡Y os juro por Dios, que vos también
sabréis de mi inocencia!
A lo lejos, ya aletargado, escuchó la orden de su muerte.
Su cuerpo quedó pendido de una de las cadenas superiores de la casa frontal a la
del oidor mayor, donde quedó tres días, expuesto al morbo público. Al cuarto día, el
cadáver fue bajado.
Por su parte, el oidor Don Álvaro de Peredo, mandó poner gruesas rejas en la
habitación de su medio hermano, en el mismo día de la ejecución. Quería asegurarse
de evitar sus crímenes, pero a la vez, también era una forma de castigo hacia el
verdadero criminal, porque el remordimiento lo atormentaba.
Esa noche, en que la pestilencia del cadáver todavía impregnaba la calle, un
impulso irracional lo hizo salir. Adelantó unos pasos hacia la casa de enfrente, y al
elevar la cabeza, vio, entre la luz de la luna llena, la sombra del ahorcado.
Pensó que era una alucinación, una visión de su conciencia, pero de día y de
noche, durante semanas y meses, la silueta siguió apareciendo en el mismo lugar. Ya
no quería salir de su casa, pero algo lo impulsaba siempre; entonces, evitaba mirar
hacia la cadena, mas una fuerza ultraterrena lo hacía volver la cabeza, elevar la vista.
Poco tiempo después, encerrado en su alcoba, ya enfermo, sintió la misma fuerza
magnética que provenía de los muros de su habitación: en ellos se dibujó la sombra.
El oidor, atado por el miedo, empezó a rezar, pero la silueta seguía ahí. Entonces
cobró valor:
—¡Marchaos de aquí, sombra ominosa! ¡Comprended, tenía que salvarlo!
Transcurrieron siete meses del suceso. Los crímenes cesaron, y la confianza
volvió entre los habitantes de la capital. Pero una noche, se escuchó el temible alarido
y con él, el descubrimiento de una nueva víctima. El oidor tuvo la seguridad de que su
hermano no era el autor, pues encerrado estaba, y se hallaba dormido la noche del
asesinato.
Dos días después, un hombre que caminaba por la calle, ya avanzada la noche,
fue atajado por la siniestra figura, que al instante levantó el brazo, con puñal en mano,
dispuesto a matarle. Pero entonces, el asesino sintió una presencia atrás, y se detuvo.
Al volver el rostro, se topó con un espectro, un esqueleto que lo levantó, con enorme
fuerza, y sin darle tiempo a nada, rodeó su garganta, y apretó, hasta verlo morir.
El hombre que se había salvado del asesino, se alejó del lugar, tembloroso ante la
visión de lo ocurrido. Horas más tarde, casi al alba, la ronda de alabarderos descubrió
el cuadro: en el suelo yacía un cadáver, y junto a él, un esqueleto le rodeaba el cuello
con sus manos descarnadas.
Uno de ellos identificó al cadáver como el hermano del oidor mayor, pero no se
supo explicar la presencia del esqueleto, y su identidad; sólo se notó la cadena que
colgaba de su cuello sin piel.
Se llamó al Santo Oficio, quien exorcizó el lugar. Mientras tanto, las autoridades
trataban de explicarse el hecho insólito. Al parecer, el esqueleto asesinó a Don Gaspar
Aceves, pero esto no tenía sentido.
Al fin, tuvieron la respuesta. Un hombre, que venía apoyado en su esposa, llamó
a las puertas de las autoridades religiosas para dar su testimonio sobre el atentado
sufrido la noche anterior, y sobre el espectro que lo salvó.
Una vez interrogado, quedó claro que el asesino era el hermanastro del oidor. En
cuanto al esqueleto, el testigo dijo haber escuchado, acaso como parte de su
alucinación, que éste dijo a Don Gaspar cuando lo estrangulaba: “¿No me conocéis?
¡Soy Lizardo de Ontuñano, que viene a demostrar su inocencia!”
Los ahí presentes disimularon su risa, pero el fraile, confesor de Lizardo a la hora
de su muerte, contestó muy serio:
—Es verdad lo que dice este hombre. Se trata del mismo cristiano a quien dimo
muerte, acusado por el oidor mayor. No cabe duda, yo mismo vi la cadena en su cuello
al hacer el exorcismo, pero no creí.
Uno de los oidores comunicó:
—Pediré instrucciones al virrey; entre tanto, detendremos al oidor mayor.
El fraile contestó:
—Demasiado tarde, vuestra Señoría. El oidor mayor se ahorcó.
Al día siguiente, el esqueleto fue enterrado en el cementerio.
Por mucho tiempo, la calle de la cadena fue denominada como “calle del
colgado”, quizá debido a la ejecución de Lizardo de Ontuñano, o al suicidio del oidor
mayor.
La leyenda empezó con la muerte de ambos, pero por mucho tiempo, aseguran
las personas que la vieron, se mecía la sombra del ahorcado bajo las cadenas que se
extendían de un extremo al otro del muro.
suceso que originó la presencia de un espectro, y con él, esta leyenda.
Nos encontramos en los años finales del siglo XVI. Los vecinos de la Nueva
España, integrados por indios, mestizos, españoles, y frailes peninsulares en su
mayoría, vivían en permanente temor debido a la gran cantidad de crímenes que
ocurrían a diario, al parecer ejecutados por el mismo sujeto.
Por las noches, en cualquier momento, se escuchaban fuertes alaridos en la calle,
que el asesino profería mientras escapaba. La población sabía que se acababa de
cometer un crimen y entonces, ponían seguro a las puertas y ventanas de sus casas con
fuertes trancas.
Algunas personas lo llegaron a ver. Corriendo, gritando, y aún empuñando la
daga, el ser terrible parecía volar entre las calles empedradas. Todos los que lo vieron
o escucharon, creyeron que era el demonio.
Así, el fraile Zanabria, que en una de esas noches, en compañía de un mestizo,
regresaba de dar una confesión. De lejos lo vieron y en seguida, escucharon una voz
desesperada:
¡La ronda! ¡Venid! ¡Alguaciles! ¡Dios mío, venid!
Temerosos, se acercaron al lugar de donde provenía el llamado y allí encontraron
a un hombre, inclinado sobre otro que yacía en el suelo, cubierto de sangre.
—¡Dios mío! ¿Qué sucede?
—¡Mi hermano se muere, padre! ¡Ha sido acuchillado por ese demonio!
¡Confesadle, por Dios!
Fray Zanabria se inclinó hacia el herido, le tomó la cabeza entre sus manos, mas
se dio cuenta de que agonizaba.
—Lo siento, caballero, sólo puedo darle la extremaunción.
—¡No es posible, padre! ¿Acaso va a morir?
—Callad y dejadme hacer.
El fraile Zanabria, con la cruz y el rosario en mano, procedió al sacramento;
luego, cerró los ojos del muerto y lo cubrió con su túnica. La ronda pasó en esos
momentos, se acercó al grupo. El hermano del difunto se adelantó:
—¡Mirad! ¡Mi hermano Don Jimeno ha sido víctima de ese demonio!
—¡Ira de Dios! ¡Otro muerto acuchillado sin piedad! ¿qué mano perversa es
capaz de tal infamia?
—Lo vimos, señor capitán. ¡Creo que es el mismo diablo!
—Perdonad, padre, pero para mí que es obra de un malvado.
—¡Hombre o demonio sois la justicia! ¡Detenedle!
—Qué más quisiera, pero bien sabéis que ése, tan luego ataca dentro de la ciudad
como fuera de la traza.
En efecto, el criminal daba muerte a sus víctimas en cualquier rumbo de la
capital, sin que fijase un patrón del tipo de personas; lo mismo perecerían hombres que
mujeres, pobres y ricos. Lo único común era la puñalada, honda y certera que asestaba
en el pecho, de manera que el atacado moría casi al instante.
Despoblada prácticamente la ciudad en ese entonces, no siempre se escuchaban
los alaridos del asesino, ni los ayes del moribundo. Sólo se encontraban los cadáveres,
frescos aún, o en los inicios de la descomposición. Cuando esto ocurría, los pobladores
daban por atribuir el crimen al “demonio”, pues la soledad de los parajes nocturnos
propiciaba la fantasía. Otros, más incrédulos, lo negaban.
Así, cuando se encontró el cadáver de Don Pedro de Villegas en las afueras de la
ciudad, y se observó que el tipo de herida era más fino, producto de una espada u otra
arma, y también, que había varias heridas en su pecho, y no una, como se sabía,
acostumbraba dar el demonio, un conocido del difunto señaló su sospecha: con
seguridad el crimen había sido ejecutado por el esposo de la mujer con quien don
Pedro tenía amoríos prohibidos. Otro hombre, aunque aceptó el argumento, juró haber
escuchado en ese lugar los alaridos usuales del asesino. La justicia, por su parte, sólo
cumplió con las diligencias de rutina que el caso requería, sin que hiciera ninguna
investigación posterior.
Pero los crímenes continuaron, por lo que el virrey, Don Luis de Velasco II,
reunió a las autoridades civiles y eclesiásticas de la Nueva España, para darles a
conocer su mandato, mismo que decía:
“Yo, el Virrey Don Luis de Velasco II, ordeno, en relación a los crímenes que
agostan a la Nueva España, que si se trata de un ser demoníaco, se haga cargo del
asunto el Santo Oficio; y si es de este mundo, la justicia, a fin de aplicarle al criminal
el más horrible y cruel de los castigos. De modo pues, que para un mismo fin, la
justicia de Dios y del Virrey, trabajarán por separado”.
Durante varias noches, se pudo ver a los religiosos recorrer las calles, con las
cruces y utensilios necesarios para el exorcismo; mientras tanto, el capitán y sus
lanceros hacían lo propio. Pero en todas las ocasiones en que el asesino atacaba, los
soldados y los religiosos llegaron tarde; ya la víctima yacía moribunda, y el
responsable había escapado.
Ciertamente oyeron sus alaridos, pero se confundían sobre el lugar de
procedencia de éstos. Los religiosos también lo vieron correr, y aunque hicieron el
esfuerzo de perseguirle, pronto desapareció de su vista.
El asesino se escabullía con presteza, parecía ser hombre y demonio a la vez; un
demonio que tenía, a decir de un fraile, un pie de cabra y el otro de gallo, o que era una
bruja, como señalaba uno de los oidores que formaba parte de la comitiva. Cansados y
temerosos, los frailes oraban en la plenitud del sereno nocturno, para alejar el
maleficio que asolaba a la ciudad virreinal.
Después de un tiempo la persecución cesó. Aun cuando el sentir general era
aprensivo, las actividades de los pobladores se realizaban de manera acostumbrada;
entre ellos el oidor mayor, Don Álvaro de Peredo y Zúñiga, que laboraba como
siempre en su casa, en la calle de la cadena.
Una mañana, el sirviente del oidor entró en su despacho para comunicarle,
sumamente nervioso:
—Perdonad, señor amo, pero un hombre pregunta por vos.
—Decidle que me vea en la Audiencia.
—Le dije tal, señor, más insiste. Dice que es asunto secretísimo, relativo al
demonio criminal.
—¿Qué? ¡Hacedle pasar y dejadme a solas con él!
El oidor lo esperó de pie; entró un hombre de aspecto modesto que se presentó:
—Buenos días, vuestra señoría. Soy Lizardo de Ontuñano, natural de San Lucas,
tahonero de oficio. Me atrevo a molestaros porque...
—¿Decís que conocéis la identidad del asesino, del diabólico ser?
—Así es, señor oidor mayor. Le he seguido varias noches, y le he visto atacar a
sus indefensas víctimas.
—¿Y después...? ¡Continuad!
—Le he seguido y le he visto entrar a su casa.
El oidor mayor se puso de pie, resuelto:
—¡No perdamos tiempo! ¡Vayamos a la Audiencia! Ahí se os dará fuerte
recompensa por revelar la identidad del criminal.
El oidor se hallaba alborozado, en su mente pronto se formó la idea sobre las
ventajas que obtendría por intervenir en asunto tan álgido. Pero el hombre se quedó
callado, sin moverse, a lo que el oidor le demandó:
—¿Pero qué os pasa? ¿Por qué os detenéis?
—Perdonad, señor oidor, pero no busco recompensa por revelar el nombre del
criminal, sino por callarlo.
—¿Qué decís? ¡No os entiendo! ¿Pagar porque calléis? ¡Si lo que precisamos es
saber el nombre del asesino!
Con la cabeza baja, que escondía sus torvos ojos, el hombre le dijo:
—Señor oidor... Es que el asesino es vuestro hermanastro, don Gaspar de
Aceves.
—¡No es posible! Mi hermano está enfermo, ¡Pero criminal no es!
—Averiguadlo, vuestra señoría.
El oidor dejó al hombre en el despacho. Caminó hasta la habitación de su
hermanastro, abrió la puerta, y grande fue su estupor cuando revisó el lecho de éste:
encima de las mantas sucias y revueltas, se hallaba una capa, cuyo embozo tenía
manchas de sangre, y sobre éste yacía un puñal, con el filo cubierto por abundante
sangre reseca.
—¡Es la sangre de sus víctimas! ¡Dios mío!
Cuando regresó donde lo esperaba Lizardo, el oidor iba anonadado. Todavía
dudó por un momento, le costaba creerlo, pero ahí estaban las pruebas; además, sabía
que su hermano no estaba bien de sus facultades mentales. El tahonero esperó un
momento a que se repusiera, entonces le dijo:
—¿Os habéis convencido, verdad? Fije vuestra merced la cantidad de oros que ha
de darme, que yo me daré por bien pagado.
—Idos ahora, señor... Lizardo. Ya os avisaré mañana.
El oidor abandonó su trabajo ese día, torturado por el descubrimiento, por el
conflicto entre su deber y sus sentimientos. Tomada su decisión, al día siguiente
entregó una cantidad a Lizardo de Ontuñano, quien le aseguró su silencio. Por otra
parte, encerró a su hermano.
Sin embargo, el hombre no se conformó, a la primera extorsión continuaron
otras. El oidor mayor había desmejorado. Le pesaban los alcances de la enfermedad de
su hermano, y empezaba a irritarle cada vez más la presencia del extorsionador.
Al fin, una mañana, mandó detenerle; lo culpaba de ser el autor de los crímenes
en serie. Lizardo de Ontuñano, dicen los documentos del Santo Oficio, proclamó su
inocencia, pero fue en vano.
El juicio se acercaba. Él sabía que podía ser condenado, consciente de la
influencia del oidor y de la arbitrariedad de la Inquisición, conocida por todos los
habitantes. Pidió hablar con el oidor mayor, pero al tiempo que lo comunicó al
carcelero, detrás apareció el oidor para interrogarlo.
En la celda, Lizardo quiso chantajear al funcionario, con la amenaza de delatar a
su hermano si sostenía su acusación, pero el oidor no cedió. Entonces, tomaron un
acuerdo: el oidor le propuso que declarara conocer al asesino, haberlo visto, pero no
saber su nombre ni el lugar de su morada. A cambio de ello, juró dejarlo ir. Por su
parte, Lizardo juró guardar el secreto.
Se llevó a cabo el juicio, con el oidor mayor al frente del jurado. Éste le
preguntó:
—¿Confesáis que habéis visto morir a las víctimas, correr la sangre, y saber su
identidad?
—Sí, confieso.
El oidor se levantó de su asiento para señalarlo:
—Miembros de este Santo Tribunal ¡No hay duda alguna! ¡Aquí tenéis al
diabólico asesino! ¡Sometedle a tortura, en tanto se decide la forma de matarle!
El verdugo lo tomó por los hombros, violento lo condujo a la cámara de castigos.
Ahí, fue sometido al suplicio del potro. Un verdugo daba vueltas a unas barras,
colocadas en el extremo derecho del cilindro de madera, que a la cabecera del hombre,
y envuelto en cuerdas, jalaba de sus brazos sujetados. Mientras tanto, un fraile lo
interrogó sobre las razones de sus asesinatos; Lizardo negó todo. Y antes de la fractura
de sus miembros, dijo:
—¡Soltadme! ¡El criminal es el hermano del oidor mayor, Don Gaspar de
Aceves!
Pronto, el fraile acudió con el oidor mayor para comunicarle lo dicho por el reo.
Éste no dio importancia al hecho, adujo una venganza en su contra, y ordenó mayor
tortura hasta lograr su muerte, preocupado en el fondo de que siguiera hablando. Pero
al fraile se le ocurrió una siniestra idea: castigarle por sus crímenes y por difamación al
oidor. Intrigado, éste quiso saber de qué manera se haría tal castigo, a lo que el fraile
respondió:
—Vivís en la calle de la cadena. ¡Que sea colgado de la cadena superior que está
frente a vuestra casa!
El día de la ejecución, la gente se agolpaba en las aceras, furiosa arremetía en
contra del reo, que en esos momentos pasaba, en medio de la procesión de guardias y
religiosos.
Una vez que llegaron al lugar, la sentencia fue leída por el pregonero. Colgaron
la cadena a su cuello y entonces, el fraile se acercó al hombre, ya aniquilado por las
torturas. En tono piadoso le expresó:
—Confesad vuestros crímenes para que vuestra alma pueda llegar al cielo.
—Sois sacerdote. Decidle a ese Dios que invocáis, que me permita volver a este
mundo a demostrar mi inocencia.
—¡No puedo pedir tal cosa!
—Lo haré yo, si llego a vislumbrar el cielo. ¡Y os juro por Dios, que vos también
sabréis de mi inocencia!
A lo lejos, ya aletargado, escuchó la orden de su muerte.
Su cuerpo quedó pendido de una de las cadenas superiores de la casa frontal a la
del oidor mayor, donde quedó tres días, expuesto al morbo público. Al cuarto día, el
cadáver fue bajado.
Por su parte, el oidor Don Álvaro de Peredo, mandó poner gruesas rejas en la
habitación de su medio hermano, en el mismo día de la ejecución. Quería asegurarse
de evitar sus crímenes, pero a la vez, también era una forma de castigo hacia el
verdadero criminal, porque el remordimiento lo atormentaba.
Esa noche, en que la pestilencia del cadáver todavía impregnaba la calle, un
impulso irracional lo hizo salir. Adelantó unos pasos hacia la casa de enfrente, y al
elevar la cabeza, vio, entre la luz de la luna llena, la sombra del ahorcado.
Pensó que era una alucinación, una visión de su conciencia, pero de día y de
noche, durante semanas y meses, la silueta siguió apareciendo en el mismo lugar. Ya
no quería salir de su casa, pero algo lo impulsaba siempre; entonces, evitaba mirar
hacia la cadena, mas una fuerza ultraterrena lo hacía volver la cabeza, elevar la vista.
Poco tiempo después, encerrado en su alcoba, ya enfermo, sintió la misma fuerza
magnética que provenía de los muros de su habitación: en ellos se dibujó la sombra.
El oidor, atado por el miedo, empezó a rezar, pero la silueta seguía ahí. Entonces
cobró valor:
—¡Marchaos de aquí, sombra ominosa! ¡Comprended, tenía que salvarlo!
Transcurrieron siete meses del suceso. Los crímenes cesaron, y la confianza
volvió entre los habitantes de la capital. Pero una noche, se escuchó el temible alarido
y con él, el descubrimiento de una nueva víctima. El oidor tuvo la seguridad de que su
hermano no era el autor, pues encerrado estaba, y se hallaba dormido la noche del
asesinato.
Dos días después, un hombre que caminaba por la calle, ya avanzada la noche,
fue atajado por la siniestra figura, que al instante levantó el brazo, con puñal en mano,
dispuesto a matarle. Pero entonces, el asesino sintió una presencia atrás, y se detuvo.
Al volver el rostro, se topó con un espectro, un esqueleto que lo levantó, con enorme
fuerza, y sin darle tiempo a nada, rodeó su garganta, y apretó, hasta verlo morir.
El hombre que se había salvado del asesino, se alejó del lugar, tembloroso ante la
visión de lo ocurrido. Horas más tarde, casi al alba, la ronda de alabarderos descubrió
el cuadro: en el suelo yacía un cadáver, y junto a él, un esqueleto le rodeaba el cuello
con sus manos descarnadas.
Uno de ellos identificó al cadáver como el hermano del oidor mayor, pero no se
supo explicar la presencia del esqueleto, y su identidad; sólo se notó la cadena que
colgaba de su cuello sin piel.
Se llamó al Santo Oficio, quien exorcizó el lugar. Mientras tanto, las autoridades
trataban de explicarse el hecho insólito. Al parecer, el esqueleto asesinó a Don Gaspar
Aceves, pero esto no tenía sentido.
Al fin, tuvieron la respuesta. Un hombre, que venía apoyado en su esposa, llamó
a las puertas de las autoridades religiosas para dar su testimonio sobre el atentado
sufrido la noche anterior, y sobre el espectro que lo salvó.
Una vez interrogado, quedó claro que el asesino era el hermanastro del oidor. En
cuanto al esqueleto, el testigo dijo haber escuchado, acaso como parte de su
alucinación, que éste dijo a Don Gaspar cuando lo estrangulaba: “¿No me conocéis?
¡Soy Lizardo de Ontuñano, que viene a demostrar su inocencia!”
Los ahí presentes disimularon su risa, pero el fraile, confesor de Lizardo a la hora
de su muerte, contestó muy serio:
—Es verdad lo que dice este hombre. Se trata del mismo cristiano a quien dimo
muerte, acusado por el oidor mayor. No cabe duda, yo mismo vi la cadena en su cuello
al hacer el exorcismo, pero no creí.
Uno de los oidores comunicó:
—Pediré instrucciones al virrey; entre tanto, detendremos al oidor mayor.
El fraile contestó:
—Demasiado tarde, vuestra Señoría. El oidor mayor se ahorcó.
Al día siguiente, el esqueleto fue enterrado en el cementerio.
Por mucho tiempo, la calle de la cadena fue denominada como “calle del
colgado”, quizá debido a la ejecución de Lizardo de Ontuñano, o al suicidio del oidor
mayor.
La leyenda empezó con la muerte de ambos, pero por mucho tiempo, aseguran
las personas que la vieron, se mecía la sombra del ahorcado bajo las cadenas que se
extendían de un extremo al otro del muro.
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