Horrendo en el relato de lo ocurrido en una casona que aún hoy levanta
sus viejos muros en la que conocemos por la calle de Uruguay número 92.
Se tratan de hechos monstruosos que dieron fama siniestra a la casa de
los Ruvalcaba, allá en el primer cuarto del siglo XVII.
Allá por el año de 1628, es decir durante la primea cuarta parte del
siglo XVII, piratas holandeses habían desembarcado en el puerto de
Acapulco, muchas familias hispanas huyeron a las selvas escondiendo sus
tesoros e hijas; si embargo, los piratas al mando del audaz capitán
Spilberg se marcharon sin causar daño, tomaron víveres, vinos, frutas e
hicieron agua dulce y se marcharon en paz. Por esos mismos días, por el
canal de las Bahamas, merodeaba otro pirata sanguinario llamado Pedro
Hein, este andaba en pos de naves españolas y portuguesas para
arrebatarles sus tesoros; el pirata llevaba diestros artilleros y
pesados cañones en ambas bandas así, el 19 de septiembre los piratas se
apoderaron de una nave española que llevaba doce millones de pesos
fuertes.
Por ese tiempo era virrey en Nueva España don Rodrigo Pacheco y Osorio,
Marqués de Cerralvo, y todos los habitantes estaban preocupados por la
presencia y hazañas de los piratas. En aquellos días vivía en la calle
que se llamó de Ortega, de Tiburcio, San Agustín, de don Juan Manuel,
Balvanera, San Román, Puerta Falsa de la Merced, Santiaguito y que hoy
conocemos por Uruguay, un riquísimo anciano llamado don Servando de
Sáenz y Ruvalcaba, quien era dueño de dos minas de oro y una de plata,
cuyas vetas producían más cada día, y cuanto más tenía más avaro se
hacía y su sed de atesoramiento también, evitaba el pago de diezmos y
eludía llevar su metal a la Casa del Apartado. El anciano era viudo y
tenía dos hijos: Manuel de 26 años y Paz de 19, pero a pesar de su
abundante riqueza no les compraba nada de ropa, la poca que tenían eran
casi harapos, apenas les daba de comer y no tenían criados.
Don Servando, teniendo conocimiento de los piratas que acechaban los
océanos y el solo hecho de pensar en que su fortuna fuera robada, se dio
a la tarea de una intensa actividad; preparó una mezcla y había
comprado varios cientos de ladrillos de barro cocido, piedra y tezontle,
llevó argamasa, materiales y herramientas hasta el interior de su
recámara y pese a su avanzada edad y a su escaso conocimiento de
albañilería, comenzó a levantar un muro.
Varias semanas después, una carreta entraba a la capital de Nueva
España, al peso de la madrugada nadie osaba curiosear; el vehículo de
tracción animal se detuvo ante la casa de don Servando y el caballero
llamó a la puerta dando tres golpes como señal; el anciano salió a
indagar quien llamaba, después con gran sigilo empezaron a descargar la
preciada carga de la carreta, que eran nada menos que lingotes de oro y
plata, que iba anotando meticulosamente en una libreta. Después de
algunas horas de trabajo lograron descargar todos los lingotes del
carromato y al poco tiempo fueron obligados a salir de la casa.
Casi al alba, don Servando había logrado meter a su recámara todos los
lingotes del metal recibidos la noche anterior y después abría un cuarto
secreto, el mismo que construyera en el fondo de su alcoba y en una
tercera maniobra los guardaba en un cuarto secreto junto con el resto de
lo que ya tenía. Concluido su trabajo, se retiró a dormir vigilando su
valioso tesoro.
Al medio día llegó Pelayo, que era su administrador para recibir órdenes
de trabajo; después de haber terminado sus labores, por órdenes de su
patrón le comentó que muchos mancebos deseaban pedirle en matrimonio a
su hija, al escucha tal cosa, el anciano se levantó furioso, como si lo
hubieran movido al impulso de un resorte alegando que jamás daría en
matrimonio a su hija. Esa noche don Servando tuvo horribles sueños de
que sanguinarios piratas lo atacaban para despojarlo de su incalculable
tesoro y que uno de esos feroces piratas se robaba a su hija Paz; el
anciano despertó de tan tremendo sueño gritando desesperado y tardó
tiempo para volver a la realidad y comprobar que todo había sido un mal
sueño. El resto de la noche ya no pudo dormir pensando en su hija, en su
tesoro y en todo; ya para el amanecer su mente enferma había ideado un
plan incestuoso y perverso, en cuanto se levantó mando llamar a sus dos
hijos y dijo que para que un aventurero no se hiciera de su fortuna
debían casarse entre ambos. Los hermanos quedaron mudos unos momentos,
estupefactos, incrédulos ante aquella orden y esta vez Paz rompió el
silencio diciendo que eso que planeaba era horrible, después la secundó
su hermano tachando de monstruoso ese casamiento.
Don Servando al ver que los muchachos se negaban les dio tres días para
“recapacitar”, mientras se cumplía el plazo a cada uno los encerró en su
alcoba teniéndolos a pan y agua; si pasado ese tiempo se seguían
negando los dejaría morir de hambre.
Estaban por completarse los tres días de castigo a pan y agua de los
muchachos, cuando recibió la visita urgente de don Pelayo , su
administrador para darle la terrible noticia de que una de las minas se
había derrumbado debido a las torrenciales lluvias y amenazaba con
inundarse; muchos hombres habían muerto (claro, eso no le importaba a
don Servando). Una hora después el viejo cerraba precipitadamente su
casa con las más fuertes cerraduras y cadenas que había y sin
preocuparle nada más que su querida mina ordenó a su administrador
partir en el acto.
El anciano se dedicó en cuerpo y alma a la titánica tarea de despejar la
mina de derrumbes y cadáveres sin importarle la lluvia dirigía los
trabajos de desagüe del mineral, el cuál duró varios días con la
consecuencia de que don Servando cayera gravemente enfermo y ante la
imposibilidad de trasladarlo a la capital don Pelayo lo atendió en su
casa.
Tres meses después ya aliviado completamente, el anciano regresó a la
capital y lo primero que hizo fue corroborar que las cerraduras
estuvieran intactas, después fue al cuarto secreto donde guardaba sus
lingotes de oro y plata y por último fue a abrir la puerta de cada
cuarto de sus hijos; encontró a ambos muertos, descarnados, en una
posición de angustia sobre el suelo, los pobres desdichados habían
muerto de sed y hambre y las larvas se los habían comido, quedando solo
horripilantes despojos y evidencia de una terrible agonía. El cruel
avaro, lejos de condolerse por la muerte de sus hijos estalló en
risotadas pues así ya no iba a tener que gastar en ellos un centavo;
nada había más importante para el viejo que su tesoro, casi perdiendo el
juicio colocó los esqueletos de sus hijos a la mesa y fingía hablar con
ellos, convivir. Don Servando era tan miserable que cocía un caldo a
base de hueso de jamón que le duraba ¡meses! y lo acompañaba con vino.
Una de las minas aumentaba su producción, así del mismo modo la codicia
del anciano y su locura; una noche en vez de recibir ochenta quintales
recibió la nada despreciable cantidad de doscientos once, mucho más oro
que nunca la pila del preciado metal iba en aumento.
Un día de pronto la casa quedó en silencio, pasaron los meses y don
Pelayo temiendo una desgracia fue a buscar la ayuda de la justicia;
llegaron al lugar llamando a la puerta sin obtener respuesta, entonces
todos entraron respirando una aire tétrico a humedad y abandono y de
pronto los soldados hicieron el macabro descubrimiento de los muchachos
muertos sentados a la mesa. A los despojos se les dio sepultura, pero de
don Servando nunca se supo nada, pasaron los años y la casa se
convirtió en ruinas.
En la segunda mitad del siglo XVII se funda el mayorazgo de los Cortina y
esta familia compra la casona; en 1725 doña María Ana de Gómez de la
Cortina hereda el condado de su apellido y casa con primo Vicente y
aunque son dueños de inmensa fortuna y el mayorazgo, un golpe de suerte
los hace todavía todavía más ricos, pues al derribar la puerta secreta
hallan la fabulosa fortuna y el esqueleto de don Servando, que murió
sepultado por su querido oro.
Esto es lo que sucedió en esta casa, que hoy podemos ver con el número
92 de las calles de Uruguay y hasta la fecha se le conoce como Palacio
de los Condes de la Cortina y de la macabra leyenda no queda sino el
terror y un amargo recuerdo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario