Del mismo señor de Sobrevilla nos ha quedado una preciosa leyenda que se escucha todavía en los labios de los ancianos.
Refiriendose éstos, que
el acaudalado minero tenía una hija, que por su belleza era el objeto de
admiración de todos los mancebos de lugar. Su orgulloso padre, había
concertado su enlace con el hijo de otro acaudalado minero, cuya fortuna
era, sino igual, al menos digna de consideración.
Por el amor, que nada
sabe de fortunas ni de riquezas, hizo que la bella niña se prendara
locamente del más pobre gañán, que desde muy niño pastoreaba los ganados
de su padre. Por demás esta decir, lo dificíl que para ellos era verse.
Uno y otro contentábanse con hacerlo desde la reja de su aposento alto
hasta los rediles del traspatio o al asomar la aurora cuando él iba por
la angosta calleja con su hato y ella cruzaba la plaza mayor, runbo al
templo custodiada por su dueña.
Llegó por fin el día
señalado para su boda con el rico pretendiente. Mientras todos los
modadores de la regia mansión, alegres hacen los preparativos nupciales,
ella vivía horas de angustia pensando en su infelicidad y, por fin,
decidió escapar con su enamorado gañán, dejando defraudadas las
aspiraciones del rico pretendiente, que ya veía acrecentada su fortuna
con el enlace.
Pasó el tiempo. El padre
admitió nuevamente a su hija en la señorial mansión. Más ya no fue, a
partir de entonces la, niña objeto de los mimos de su padre. El ofendido
señor de Sobrevilla no perdonó y dictó órdenes terminantes para que se
le tratara como a la última de las esclavas.
No concluyeron allí sus
enojos. Investido de su autoridad desterró al gañan a los remotos y,
reuniendo a toda su familia, declaró, en presencia de todos, que su hija
quedaría desheredada.
La ausencia de su amado y la pena de verse despreciada y humillada abreviarón sus días.
El día de su muerte, su
íracundo padre, hizo que fuese tendida en el duro suelo de la pieza
principal, vestida con lo más humildes harapos.
Abrió de par en par las
puertas y colocó en el piso un plato de barro para que los piadosos
vecinos arrojaran algunas monedas para enterrarla de limosna, como es
fama que sucedió.
Los sucesores directos e
indirectos de la rancia familia de Sobrevilla que por más de una
centuria han habitado el viejo caserón, aseguran averla visto vagar por
los pasillos hasta asomarse a la torneada reja de su alcoba.
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